Kennedy’s Triumph 50 Years Ago

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El triunfo de Kennedy hace 50 años

Si ha existido en la historia de Estados Unidos una persona capaz de influir decisivamente en su destino y en la mentalidad colectiva de toda una generación, un hito de tal magnitud que quepa hablarse incluso en la actualidad de un antes y un después, este es sin duda John F. Kennedy. Hace 50 años ganaba la Presidencia de los Estados Unidos frente a Richard Nixon por tan solo 118.000 votos y escribía una de las páginas más destacadas de la historia contemporánea.

El poder simbólico de Kennedy se mantiene y el interés por su personalidad y su forma de hacer política es perdurable en el tiempo. Era una figura de tal envergadura histórica que, mas allá de su protagonismo político, fue capaz de impregnar a toda una generación, y también una gran parte de los comportamientos y manifestaciones sociales, éticos, políticos, literarios e incluso estéticos de toda una época y de una generación que encontraron en Kennedy, como él mismo señalaría: “Un cambio del sistema de valores tradicionales, un nuevo camino para el pueblo norteamericano que merecía ser recorrido, un inédito compromiso personal con el destino de una nación”. En resumen, una nueva forma de ver y entender la vida.

Este corto periodo de tiempo, desde el 20 de enero de 1961, en que asumió la Presidencia, hasta que fue asesinado en Dallas, el 22 de noviembre de 1963 -exactamente 1.000 días-, fue suficiente para marcar profundamente la memoria colectiva de un pueblo y de toda una generación mundial que encontró en Kennedy lo que ardientemente necesitaba encontrar. Incluso en la actualidad, cuando con cierto aire de añoranza se quiere encontrar en el actual presidente Barak Obama un estilo ‘kennediano’, para remontar los momentos de adversidad -como le ocurrió a JFK en las primarias de 1962-, la memoria política y vital que suponía la búsqueda de algo nuevo no se ha perdido y continúa siendo debate permanente de interés.

La carrera política de Kennedy, como su personalidad, también fue atípica en lo que hasta ese momento era costumbre en la trayectoria de un presidente. Perteneciente a una familia relumbrante, de tradición europea y de gran peso social y económico, atractivo joven con esposa aún más joven y atractiva, acento de Harvard, tan irlandés y católico como Al Smith, el de ‘Las calles de Nueva York’, pero separado por dos generaciones de los guetos irlandeses del sur y este de Boston.

En aquellas elecciones del 8 de noviembre de 1960, los demócratas estaban convencidos de que derrotar a Nixon sería una prueba difícil. La candidatura de Kennedy partía con una cierta ventaja: era el candidato de mejores logros en número de votos en los últimos años, y en las elecciones primarias del Partido Demócrata llegó al primer puesto en siete estados ampliamente separados frente a sus rivales, ganando en todos ellos. Los resultados en las elecciones primarias habían despejado una de las mayores incógnitas en la carrera política de Kennedy: la posibilidad de que un católico pudiera ser presidente de Estados Unidos.

Sobre los puntos anteriores que subrayaban la necesidad de modernización y progreso giró la mayor parte de la campaña electoral, en un intento por dar un impulso renovado a la vitalidad del país. Sus objetivos políticos llegaron a conseguir gradualmente un enfoque claro cuando esgrimía distintos argumentos, pero todos ellos siempre desembocaban en la misma reflexión: hacer todos los esfuerzos para volver a poner en marcha al país.

Esta idea, referida a la nueva vitalidad de Estados Unidos, siempre iba acompañada de otra que expresaba la necesidad de una definición de los problemas reales que supusiera una nueva forma para afrontarlos. “Nuevas ideas nos llevarán necesariamente a nuevas soluciones”, afirmaba. En resumen, un “nuevo pacto interno y mundial”, una “Nueva Frontera”. Las ideas de Kennedy llamaban la atención sobre una renovación de ese liderazgo estadounidense, en donde el resurgimiento interior era el fundamento necesario para asumir la dirección de los acontecimientos mundiales.

En las últimas semanas antes de las elecciones, los sondeos mostraban un claro equilibrio entre ambos candidatos. La experiencia de Nixon como hombre de confianza de Eisenhower y como gestor eficiente, además de los apoyos que había logrado reunir en la mayoría de los estados del oeste y del sur, hubieran sido más que suficientes para vencer a cualquier otro candidato. Pero la campana innovadora de Kennedy y los últimos debates televisados hicieron inclinar la balanza a favor de los demócratas.

La participación activa de los más jóvenes en edad de votar, entre los cuales un 76 por ciento dio el apoyo a Kennedy, transformó las elecciones de 1960 en las de mayor Índice de participación en la historia contemporánea de ese país, llegando a un 64 por ciento del censo total. Una cifra superior a anteriores elecciones, e incluso a las inmediatamente posteriores: un 61 por ciento en 1964, un 60 por ciento en 1968, un 55,7 por ciento en 1972 o un 56,70 por ciento en el 2004; e incluso superior al 57,37 por ciento de participación en las últimas elecciones presidenciales del 2008, con el fenómeno Obama y en plena era de la información global.

Aquella madrugada de hace cincuenta años, el pequeño grupo de asesores de Kennedy -entre los que se encontraban sus hermanos Pat, Bobby y Ted, junto con su hombre de mayor confianza, Ted Sorensen- comprobó a altas horas de la madrugada que la victoria era muy ajustada. Del total de votos emitidos, Nixon conseguía un 49,55 por ciento y Kennedy, un 49,77 por ciento. Esta escasa diferencia y el reparto de los mandatos de los electores que no habían votado por ninguno de los dos candidatos se transmontaron en 303 mandatos para Kennedy y en 209 para Nixon.

De esta forma, JFK se transformaba en el trigésimo quinto presidente de Estados Unidos y hacía realidad lo que dijo de él la que fue primera dama y por muchos años mamá de América, Eleanor Roosevelt: “Nadie en nuestra política, desde Franklin, tiene la misma relación vital con la multitud como Kennedy”. Esa noche, hace medio siglo, nacía una figura mítica para generaciones de estadounidenses y para centenares de millones de personas en todo el mundo.

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