Una vez más, la sabiduría popular vuelve a imponerse: cuando más oscuro está el cielo, dice el refrán, es justo cuando va a amanecer. Y en efecto, hasta hace unos días, cuando más abrumados nos sentíamos por el horror sin pies ni cabeza de la guerra de Felipe Calderón contra el pueblo, so pretexto del narcotráfico, y por los elogios del gobierno estadunidense a su “valentía” para “enfrentar”cárteles, las revelaciones de Wikileaks pintaron, como escribió en alguna de sus novelas Alejo Carpentier, “las primeras luces del alba en los cristales”.
Estamos empezando a vivir el amanecer de la transparencia. Ahora, gracias a Julian Assange y su grupo de ciberperiodistas, sabemos lo que Washington realmente piensa del hombrecito que vive en Los Pinos: no coordina las operaciones de la Marina, el Ejército y la Policía Federal, pues cada cual actúa por su parte. Estas instituciones no intercambian información entre sí porque sospechan unas de otras. Las tropas, sin adiestramiento para efectuar labores de investigación policiaca, tienen “aversión al riesgo”, y el hombre de mayor confianza de Calderón, Genaro García Luna, es visto con suma desconfianza por el Pentágono.
Los héroes de Wikileaks han desnudado al imperio más destructivo de todos los tiempos y con su hazaña han descubierto nidos de ratas por doquier. Estamos ante un hecho sin precedentes en la historia, que tendrá repercusiones en cada país. En el nuestro, por lo pronto, otras revelaciones ya están disponibles para que todos nos sirvamos de ellas y sólo esperan a que ustedes las conozcan y las empiecen a transmitir de boca de boca.
Algunas de ellas se encuentran en las 588 páginas del nuevo libro de Anabel Hernández, Los señores del narco (Grijalbo, 2010). En ese valiente y riguroso trabajo, la autora sostiene que, al menos desde el sexenio de Díaz Ordaz hasta el actual, todos los gobernantes mexicanos han mantenido estrechas relaciones con los grupos que importan, exportan y venden drogas ilícitas.
Con base en papeles desclasificados de la DEA, la CIA y otras agencias del norte; en investigaciones académicas de la Universidad de California, en expedientes judiciales y en testimonios de personas bien conocidas, pero también de informantes protegidos por la máscara del anonimato, la reportera demuestra –sin formularlo así– que antes del neoliberalismo la industria de la droga en México no representaba un problema de salud pública, ni mucho menos de inseguridad social, como ocurre en nuestros días.
Durante el sexenio de Luis Echeverría, cuenta y documenta con largueza, en los estados de Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Durango, Chihuahua, Veracruz y Oaxaca se sembraba mariguana y amapola bajo supervisión oficial, y todas las cosechas eran enviadas íntegras a Estados Unidos, en el marco de un acuerdo entre ambos gobiernos. Eran los años de la guerra de Vietnam y el Pentágono necesitaba surtir de estimulantes a sus soldados en el frente de batalla. Pero en México los narcos obedecían la orden precisa de que ni un kilo de mercancía podía quedarse en el país, y si alguien intentaba desacatarla iba a la cárcel.
La cooperación prosiguió tras la derrota estadunidense en Vietnam, pero se amplió después del triunfo de los sandinistas en Nicaragua. Acotado por el Congreso de Estados Unidos que le negó fondos para desestabilizar al nuevo régimen de Managua, el gobierno de Ronald Reagan montó la operación Irán-Contras. En ésta, la CIA ayudaba a los cárteles colombianos de Pablo Escobar Gaviria y los hermanos Rodríguez Orejuela a llevar grandes cargamentos de cocaína al inmenso mercado imperial, con la participación de los cárteles mexicanos y, por supuesto, con la anuencia de Miguel de la Madrid.
Los aviones que partían de Cali y de Medellín atiborrados de coca paraban en México para surtirse de combustible, continuaban rumbo a su destino más allá del río Bravo y, con las utilidades obtenidas en el negocio, regresaban repletos de armas para los mercenarios acantonados en Honduras, que a lo largo de la década de los 80 desarrollaron una persistente guerra de baja intensidad. Cuando la Contra logró su objetivo y los sandinistas aceptaron ir a elecciones –que perderían en 1990–, la CIA sacó del agua sus redes y las quemó.
Invadió Panamá, arrestó al general Manuel Antonio Noriega, y se lanzó contra los grandes capos colombianos, encarcelando a unos, asesinando a otros, entre ellos al célebre Pablo Escobar Gaviria, a quien uno de los declarantes de Anabel Hernández le niega cualquier clase de mérito: decía que era el mejor contrabandista de droga de todos los tiempos, pero la verdad es que movió miles de toneladas de coca con ayuda de Estados Unidos. Así qué chiste.
Conocer antes de destruir
Obra que merece ser leída con reposo –y con sombrero, porque a menudo les pondrá los pelos de punta–, Los señores del narco sugiere, al cabo de sus primeras 200 páginas, una moraleja inicial: antes del neoliberalismo, cuando en el país había crecimiento de 8 por ciento anual, estabilidad cambiaria, sindicatos fuertes, subsidios agrícolas, precios de garantía, etcétera, la industria de la droga era marginal y estaba orientada exclusivamente a la exportación, para satisfacer los intereses de Estados Unidos y, por supuesto, enriquecer a los políticos, militares y policías que la cuidaban.
Todo comenzó a cambiar durante el sexenio de De la Madrid, cuando la sumisión del país al FMI, la privatización de las empresas públicas, la concentración de la riqueza en pocas manos y el desahucio económico al que fueron condenadas las grandes mayorías, convirtió al narcotráfico en tabla de salvación de miles y miles de pobres.
La tendencia se agudizó, naturalmente, durante el gobierno espurio de Salinas de Gortari, que surgió del fraude de 1988, y se complicó aun más con la entrada de la cocaína colombiana al mercado interno. Y la descomposición siguió acentuándose durante los mandatos de Ernesto Zedillo y Vicente Fox, dentro de ciertas reglas, que Calderón destruyó de un manotazo, rompiendo el tablero de juego y hundiendo en el caos al país. ¿Podremos salir de allí, o mejor dicho, de aquí, de lo más profundo de este hoyo al que hemos sido arrojados?
No, decía el capo brasileño Marcos Camacho, alias Marcola, en una entrevista concedida a O GloboDesfiladero de la semana pasada, no hay solución, pero “atrapen a los barones de la droga. Hay diputados, senadores, empresarios y hasta ex presidentes en el negocio de la cocaína”.
Pues bien, la investigación de Anabel Hernández proporciona nombres, apellidos y actividades económicas de un buen número de personas situadas en los pináculos del poder, que actualmente sostienen ligas con la industria de la droga en México. Y a diferencia de lo que piensa Marcola, ella aseguró hace unos días, durante una charla con Rubén Luengas para una televisora estadunidense: “Como madre, como hija, como mujer y como periodista estoy convencida de que las cosas sí tienen solución […] pero antes tenemos que conocer nuestra realidad. No podemos destruir lo que no conocemos”.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.