¿Tiene el Gobierno el derecho a regular lo que comen los ciudadanos para luchar contra la obesidad? En Estados Unidos se ha iniciado un debate entre aquellos que opinan que el Estado debe tratar la obesidad como una epidemia, disuadiendo como pueda a los ciudadanos de consumir alimentos altamente calóricos o excesivamente grasos, y aquellos que piensan que la gordura es una opción individual y que, el sobrepeso, como dolencia, debe ser tratado exclusivamente a nivel médico, caso a caso, sin ningún tipo de intervención de la Administración pública. La decisión de la ciudad de San Francisco de prohibir que las cadenas de comida rápida regalen juguetes con menús altamente calóricos ha reiniciado la polémica, que supera el terreno nutricional y se ha convertido en un debate sociológico y político que puede acabar con el nacimiento de un negacionismo nutricional.
San Francisco le ha declarado la guerra al Happy Meal, el colorido menú de niños de la cadena McDonald’s. En él, suele venir un refresco, una ración de patatas fritas y cuatro piezas de pollo o una hamburguesa pequeña, además de un postre dulce. Desde que introdujo el menú en 1979, McDonald’s ha vendido 20 millones de Happy Meal en EE UU. El precio oscila allí entre dos y tres euros. Incluye también un juguete, algo muy popular entre los pequeños. Según las tablas nutricionales de la empresa que los vende, su contenido calórico roza las 600 calorías. Hay algunas opciones, como la que incluye hamburguesa con queso, que se sitúan en las 780 calorías. Los nutricionistas coinciden, normalmente, en que un niño mayor de cuatro años debe comer unas 1.200 calorías diarias.
Durante décadas, el gran atractivo de McDonald’s ha sido el hecho de que sea una mezcla entre patio de juegos y restaurante al que a los niños les gusta acudir con la familia. Para los gobernantes locales de San Francisco, sin embargo, el problema sobreviene cuando las comidas de los niños en McDonald’s, Burger King, Wendy’s o cualquier otro establecimiento de comida rápida son un hábito, la norma en lugar de la excepción. Teniendo en mente que el 13% de los niños de EE UU son obesos, la Junta de Supervisores de la ciudad (órgano equivalente al Ayuntamiento local) ha aprobado una ordenanza según la cual no se podrán regalar juguetes con menús que ofrezcan más de 600 calorías, tengan más de un 35% de valor nutricional procedente de grasas, contengan un 10% de grasas saturadas, supongan más de 640 miligramos de sodio o no incluyan una ración de frutas o vegetales.
La medida entrará en vigor en diciembre de 2011, y aunque el alcalde de la ciudad, Gavin Newsom, anunció que la vetará, fue aprobada en el consejo local con suficientes votos (ocho contra tres) para sortear ese veto. El supervisor de San Francisco que ha propuesto la norma, Eric Mar, tiene clara la razón: “Nuestra legislación generará un cambio en esos restaurantes que ofrecen menús que no son sanos y que se dirigen a los consumidores infantiles y juveniles, para que sirvan menús mucho más saludables con incentivos añadidos como los juguetes. Así, ayudaremos a proteger la salud pública, reduciremos el gasto sanitario y fomentaremos hábitos alimenticios sanos”.
Se trata de una extendida opinión entre muchos políticos de EE UU: la obesidad es una epidemia, y como tal hay que tratarla. Así lo opina la propia Casa Blanca. Es tradición en cada presidencia que la primera dama asuma una causa social en la que centrar sus esfuerzos. Nancy Reagan lo hizo con la lucha contra la drogadicción. Laura Bush fomentó la lectura. Michelle Obama combate la obesidad infantil. Dijo en un discurso en Las Vegas, el pasado junio: “Un tercio de los niños de nuestro país sufren de sobrepeso o son obesos. Son demasiados. Muchos más que cuando yo era niña. Eso implica que estos niños sufren mayor riesgo de padecer enfermedades coronarias, diabetes o cáncer. Y creo que ese es el destino que les ofrecemos a nuestros niños. No es solo una crisis sanitaria. Es una crisis económica. Nos gastamos 150.000 millones de dólares [93.000 millones de euros] al año en tratar enfermedades relacionadas con la obesidad. No queremos ese futuro para nuestros niños o nuestro país”.
En mayo, durante el debate parlamentario de la reforma sanitaria impulsada por el presidente Barack Obama, el Senado consideró una propuesta que, entre otros, ya había planteado el Gobierno de Nueva York: imponer un impuesto extra a las bebidas altamente calóricas. Muchos nutricionistas estiman que los refrescos y batidos son una fuente de calorías mucho más peligrosa que los restaurantes de comida rápida. Por ejemplo, y a pesar del debate desatado en torno a los Happy Meal, McDonald’s ofrece el batido Chocolate Triple Thick que tiene 1.160 calorías, más de la mitad de las necesidades de un adulto en una jornada entera.
Ante la ofensiva gubernamental contra los excesos de la gordura, el movimiento libertario de EE UU se ha erigido en armas ideológicas. El respetado profesor de Derecho de la Universidad de Chicago Richard A. Epstein, baluarte de ese tipo de pensamiento que recela profundamente de la intervención gubernamental, se ha opuesto desde hace años a que se considere a esa dolencia como una epidemia. “Soy profundamente escéptico respecto a esos esfuerzos de luchar contra la obesidad aumentando impuestos”, asegura. “Además, hay una gran cantidad de gente que consume ese tipo de refrescos sin complicación alguna y no hay razón por la que deban pagar ese impuesto”.
“Y prohibir las promociones [como lo ha hecho San Francisco] tiene el problema de que los niños que quieran calorías encontrarán el modo de conseguirlas. El control paterno es un mecanismo mucho mejor cuando realmente funciona, que es algo que sucede en mayor grado en las familias de clase media alta. Normalmente es más deficiente en otros estratos. Los centros educativos y los empresarios pueden tratar de modificar los menús, pero existe un riesgo de que los niños se gasten la paga en comida que no es beneficiosa para su salud [como chucherías o bollería industrial]. Es un problema difícil, pero la solución del Gobierno no aporta muchos beneficios”.
Algunos reputados expertos, como el profesor de Política Pública de la Universidad de Chicago Tomas J. Philipson y el juez Richard A. Posner, han propuesto una solución médica. Explica Philipson: “Ya se han producido innovaciones como la cirugía bariátrica, el bypass gástrico o la banda gástrica, que en la actualidad es el tratamiento más exitoso para la obesidad mórbida. Nuevos medicamentos para la obesidad pueden ocupar el espacio de mercado de 17.000 millones de dólares anuales del medicamento contra el colesterol Lipitor, que es ahora el fármaco más vendido del mundo. Hay un nuevo medicamento de la farmacéutica Vivus para perder peso, llamado Onexa, que aún debe ser aprobado por la Administración de Alimentos y Medicamentos y que será el primero de una larga lista. Las innovaciones científicas pueden ser más exitosas a la hora de luchar contra la obesidad que los intentos de cambiar los hábitos alimentarios y de ejercicio de la gente”.
Ideas como esa avanzan en la dirección de hacer al Estado redundante en la lucha contra la malnutrición, un fenómeno que no encontró una oposición seria durante la última década. Hoy día, sin embargo, con el avance del movimiento radical del Tea Party, facción extremista del Partido Republicano que pugna por una reducción de la intervención gubernamental a su mínima expresión, la insistencia de los Gobiernos en penalizar a los fabricantes y a los consumidores de comida basura se interpreta, cada vez más, como una intromisión ilegítima en la vida privada de los ciudadanos.
Se trata de una tendencia incipiente, pero con peso argumental. Algunos expertos ven la cruzada contra la obesidad como una demonización cultural, al mismo nivel que el macartismo, la caza de brujas anticomunista en el Senado de EE UU en los años cincuenta. Así opina Paul Campos, profesor de Derecho de la Universidad de Colorado. “Se trata del efecto del llamado pánico moral de ciertos sectores de la sociedad”, explica. Ese término, “pánico moral”, acuñado por el sociólogo Stanley Cohen en los años setenta, define la reacción exagerada de un sector social poderoso o mayoritario que percibe de forma deformada e inexacta a una minoría, demonizándola. “La gente con sobrepeso se convierte en lo que se conoce como demonios populares, los chivos expiatorios. Al experimentar ese pánico, esa reacción adversa, las élites exigen al Gobierno que neutralice a esos demonios con medidas intervencionistas”.
Campos defiende esta visión con tres argumentos. Por un lado, asegura que las empresas farmacéuticas tienen interés en que el Estado trate la gordura como una crisis sanitaria, para vender más medicamentos. Además, la cultura popular norteamericana, exportada a casi todo Occidente, es más tolerante con otros desórdenes alimentarios, como la extrema delgadez. Finalmente, el consumo alimentario es el único que mantiene una relación inversa con el poder adquisitivo. Es decir, cuantos más recursos tiene una familia, mejor come. En cambio, las hamburguesas de un dólar son una comida común entre las clases bajas norteamericanas.
“No es una coincidencia que la única forma de exceso consumista que mantiene una correlación opuesta con el poder adquisitivo y el extracto social del consumidor sea contra el que claman las élites sociales”, explica Campos. “No estoy diciendo que se trate de una ofensiva consciente. Pero sí que creo que es un prejuicio asociado al extracto social. Es común ver una crítica a la gordura en términos que a veces llegan a ser incluso morales, y, como decía, de demonización”.
No hay duda científica de que la gordura excesiva es altamente perjudicial para la salud. Cierto es también que un 26% de los norteamericanos es obeso, porque tienen un índice de masa corporal igual o superior a 30 en el llamado índice de Quetelet. Pero ha habido campañas con las que muchos ciudadanos con sobrepeso han sufrido el escarnio público, como las iniciativas de las aerolíneas de cobrar dos asientos a las personas con considerable sobrepeso o las afirmaciones por parte de diversos políticos de que la obesidad incrementa el gasto sanitario y hace que las aseguradoras aumenten los precios de sus pólizas.
En el caso de los juguetes en los Happy Meal en San Francisco, hay padres y educadores entre los que cunde el rechazo a la idea misma de que el Estado intervenga para prohibir ningún tipo de opción alimentaria. “San Francisco ha creado su propio ministerio de la abundancia [en la novela distópica 1984 es el que raciona los alimentos y otros bienes], despojando a los padres del derecho de decidir con qué quieren alimentar a sus hijos”, dice Luanne Hays, profesora en la Escuela Cristiana Ovilla de Tejas y columnista en la revista educativa Teacher Voice. “Cuando George Orwell escribió sobre control gubernamental en su novela 1984, MacDonald’s aún no había inventado el Happy Meal. Orwell no se imaginaba entonces que en el siglo XXI habría un nuevo ministerio de la abundancia”.
Según esa nueva visión, el Gobierno está tomando, a través de las políticas nutricionales, el camino del Gran Hermano orwelliano. Es la parte central de lo que se está convirtiendo en un debate social y político de EE UU, la duda de si la gente con sobrepeso y obesidad tiene derecho a optar a vivir de ese modo. Expertos de todo calado consideran si la suya es una opción personal o una irresponsabilidad de grupo que acaba afectando a la sociedad en conjunto y, por imitación generacional, a los niños, que copian los patrones que contemplan entre sus padres. La gran duda de fondo es si acabará naciendo un sólido movimiento de escépticos que, como sucede con el cambio climático, acabarán creando un negacionismo nutricional.
Saber las calorías que comemos ayuda a adelgazar
Nueva York, con su excepcionalismo dentro de las ciudades norteamericanas, ha sido el gran laboratorio de experimentos nutricionales en EE UU. Primero, obligó a los centros sanitarios del área metropolitana de la ciudad a informar de los niveles de hemoglobina glucosilada de la ciudadanía, para elaborar un registro municipal de diabetes. Posteriormente prohibió el uso de grasas trans. Finalmente, desde 2008 exige a las cadenas de restaurantes que tengan más de 15 establecimientos en el país, que publiquen el contenido calórico de cada alimento en lugar visible, bajo pena de multa de hasta 2.000 dólares (1.400 euros) si no lo hacen.
Según dijo entonces el consejero de Sanidad del Gobierno local neoyorquino, Thomas Frieden, la finalidad de publicar las calorías es eminentemente disuasoria: “Se podría pensar que una ensalada de atún, ya que es una ensalada, es algo muy saludable. Pero es posible que el cliente vea que esa ensalada tiene muchas más calorías que un bocadillo de carne asada. Y es posible que al consumidor le apetezca más ese bocadillo de carne asada aunque en principio fuera a comprar la ensalada de atún porque pensaba que era lo más saludable”.
Tres investigadores de la Universidad de Stanford -Bryan Bollinger, Phillip Leslie y Alan Sorensen- llevaron el año pasado un estudio del impacto real de esta medida en el gran laboratorio nutricional en que se había convertido Nueva York. Su principal intención era saber si el hecho de ver las calorías junto al precio afectaba en algo el comportamiento del consumidor. Compararon los hábitos de compra de los clientes de la cadena Starbucks en Nueva York (222 tiendas) con los de Filadelfia y Boston (94 establecimientos), donde no impera la misma ley. “Descubrimos que la obligatoriedad de publicar las calorías influyó en los hábitos de los clientes de Starbucks, disminuyendo el número de calorías en un 6% (de 247 a 232 calorías) en cada compra”, aseguran los autores. Solo seis de cada 100 actos de consumo se vieron alteradas por esa política.
El efecto es mayor en quienes normalmente realizaban las compras más altas en calorías en Starbucks antes de la ley que obliga a publicar las calorías (la reducción es ese caso del 26%), aseguran los autores. En general, estiman que, de media, la reducción por individuo y día es de 30 calorías. Y los dietistas recomiendan que, para perder peso, se reduzca la ingesta calórica entre 500 y 1.000 calorías por día, como estrategia para perder hasta un kilo por semana. El número de calorías que una persona adulta debe ingerir por jornada oscila entre 1.500 y 2.000.
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