En la meca del prejuicio y la intolerancia
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Mientras continúe la crispación en la política y no haya controles rigurosos para la venta de armas, la violencia seguirá cobrando víctimas inocentes
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Es posible que el pistolero de Tucson (Arizona) que la semana pasada mató a seis personas e hirió a otras 14 en un ataque contra la congresista Gabrielle Giffords sea un desquiciado mental. Pero lo que no sabemos todavía es si el crimen tuvo móviles políticos o antisemíticos; Giffords es judía. Más aún, el posible trastorno mental de Jared Lee Loughner no nos ofrece una explicación suficiente del motivo del crimen ni nos impide reflexionar sobre el entorno en el que se produce.
Esta no es la primera vez que se da un suceso violento en Arizona. Cerca de Tucson está Tombstone, inscrito en el imaginario del “oeste salvaje” como “el pueblo que se negó a morir”, y donde, en las inmediaciones del O.K. Corral, los hermanos Earp y el legendario ‘Doc’ Holiday, a balazos, impusieron la ley.
También fue en Arizona donde, por un puñado de votos, la gobernadora Jan Brewer y su aparato gubernamental decretaron la demonización de la comunidad hispana al ordenarles a las policías detener en la calle a toda persona “sospechosa” de estar ilegalmente en el país y exigirle prueba de su nacionalidad.
Hoy, Arizona reafirma su reputación como una de las “mecas del prejuicio y la intolerancia”, según las palabras del sheriff del condado de Pima, Clarence W. Dupnik. Por desgracia, Arizona no es el único estado de la nación donde reinan la ira, el odio, el fanatismo y la hipocresía.
Haciendo gala de una prudencia hasta ahora ausente, el liderazgo del Partido Republicano ha exhortado a la opinión pública a no apresurarse a señalar como culpables a aquellos que en las batallas electorales han hecho del prejuicio y la intolerancia su santo y seña.
Sin embargo, lo que habría que preguntarle al nuevo líder de la Cámara baja, John Boehner, es por qué nunca le dijo a Sarah Palin que era una provocación señalar con la mirilla del telescopio de un rifle el distrito de Giffords, e instar a sus seguidores a “volver a cargar y no emprender la retirada”, para enfrentarla por haber votado en favor de la Ley de Reforma Sanitaria.
¿Por qué no le advirtieron a Jesse Kelly, el candidato republicano con quien Giffords contendió, que su decisión de realizar una recaudación de fondos en un campo de tiro al blanco, donde disparó su rifle M16 mientras arengaba a sus seguidores a “remover a Giffords”, era una incitación al linchamiento?
¿Por qué no ha condenado las exaltadas proclamas de quienes cuestionan la legitimidad del gobierno emanado del voto del pueblo para sembrar dudas sobre la nacionalidad del Presidente?
De Loughner, el pistolero, sabemos que desconfiaba del “gobierno actual” y lo acusaba de intentar “lavarle el cerebro a la gente”. También sabemos que utilizó una pistola semiautomática cargada con 30 balas y llevaba otros dos cargadores de reserva para matar y herir a personas inocentes. ¿Cómo pudo comprar su arma una persona con antecedentes de inestabilidad mental? ¿Con qué cara puede el senador por Kentucky Paul Rand repetirnos como loro la consigna de la National Rifle Association y decir que las armas de fuego no matan? ¿No sabe que en el 2009 hubo más de 15.000 homicidios y que se calcula que en este país hay unos 300 millones de armas en manos de civiles?
No deja de ser irónico que en medio de esta horrible tragedia en Arizona, el heroísmo de Daniel Hernández, un joven hispano que había empezado a trabajar como interno en la oficina de la congresista, probablemente le haya salvado la vida. Sin detenerse a pensar que podría haber muerto en el fuego cruzado, Hernández corrió a socorrerla porque sabía cómo aplicar primeros auxilios. Por suerte, a pesar de su tez morena, esta vez no hubo autoridad que lo detuviera para pedirle que mostrara los papeles que probaran su nacionalidad.
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