Reagan at the Age of 100

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Cuando Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca y vio la Sala de Gabinete con los retratos de Jefferson, Lincoln y Truman, llamó al jefe de Conservación, Clement Conger, y le ordenó cambiar al tercer presidente de los Estados Unidos y a Truman por Eisenhower y Calvin Coolidge. Conger, cuando oyó la orden de su nuevo jefe, dijo: “Ha llegado una nueva era”.

Lo que había llegado a la Casa Blanca era el mejor presidente de los Estados Unidos desde Calvin Coolidge. Un hombre que impuso, sí, una nueva era. Lincoln, con una presidencia revolucionaria, imprimió un largo ciclo político republicano que duró hasta finales del XIX. Franklin D. Roosevelt marcó una era progresista que continuó, sin interrupciones, hasta Carter. Después de Reagan el discurso político imperante en los Estados Unidos es el que le llevó a la presidencia. La crítica a los altos impuestos, al exceso de regulación. La necesidad de creer de nuevo en el pueblo americano.

El 40º presidente de los Estados Unidos cumpliría este domingo, 6 de febrero de 2011, cien años. Si nos hubiese acompañado todo este tiempo no echaríamos tanto de menos su profundo sentido histórico, su vivo optimismo y el humor que le acompañó hasta el final. Es difícil, acaso imposible, dar con un presidente de aquel país que haya sido más denostado por la prensa. También por la prensa ignorante; o española, si lo prefieren. Hoy los historiadores progresistas se disputan su legado con los conservadores; quieren para sus causas el legado de un hombre que entra en todas las quinielas de los grandes presidentes de los Estados Unidos.

Uno de quienes se inspiran en Ronald Reagan es Barack Obama, la cuarta persona que le sucede en el cargo. Obama, que se llevó una biografía de The Gipper a sus últimas vacaciones en Hawaii, no se siente atraído por sus ideas, claro es, sino por haber sido uno de los pocos presidentes que marcaron una nueva era. Son los dos grandes oradores. Pero Reagan, a diferencia de Obama, tenía un mensaje que comunicar. Un mensaje de optimismo que nacía de una fe sincera en su propio pueblo. Obama, por su parte, recoge la desconfianza que legó George W. Bush para lanzarla contra los propios estadounidenses, que tienen que ser rescatados por toneladas de dinero público, regulaciones y socialismo. Donde Reagan quiso restituir al pueblo americano, Obama ha pretendido sustituirlo.

Pero no están sólo en la izquierda quienes hoy se proclaman continuadores de su legado después de haber sido sus más feroces críticos. Los neoconservadores, que se vieron traicionados por Reagan y le dedicaron los análisis más severos por su política exterior se cuelgan hoy de sus discursos más fuertes en política exterior para justificar sus propuestas de hogaño. No extrañará a nadie que los neocon fuesen tan críticos con Reagan si recordamos que sus tres intervenciones, Granada, Libia y el Líbano, fueron rápidas, efectivas. Y no se quedó en ninguna de esas plazas para exportar la democracia, sino que simplemente dejó claro que con aquel país no se puede jugar.

Y jamás se enfrentó directamente con el gran enemigo soviético. No. Lo venció con una apuesta descarada y sin ambages por la prosperidad interna y por una carrera armamentística en la que la URSS no pudo ni tomar la salida. En aquellos años en que Galbraith, Samuelson y legiones de pedantes esparcidos por medio mundo creían en la superioridad económica del socialismo, Reagan sabía (porque lo había estudiado), que el socialismo era un error y acabaría derrumbándose sobre sus propios pies. Así fue.

Sus discursos traspasaban las paredes de las cárceles rusas, transmitidos en código morse, y daban aliento a las víctimas del socialismo. Todavía emociona su discurso pronunciado ante la puerta de Brandemburgo dos años antes de que miles de personas desbordasen el muro de Berlín. Por todo ello y por mucho más, somos muchos los que nos acordaremos siempre de Ronald Reagan.

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