Ronald Reagan cumple 100 años
¿RECUERDAN la escena final de «Carros de fuego», la magistral película británica sobre la superación personal, el conflicto de valores y la conquista de objetivos? En ella, al terminar el funeral de Harold Abrahams, uno de sus ya viejos colegas de los Juegos Olímpicos de 1922 se dirige a otro de los supervivientes de aquella hazaña deportiva y, mientras salen de la catedral en la que suena el himno «Jerusalem», afirma: «Cuando uno ansía algo con afán, lo consigue. ¿No es así, muchacho?».
Ronald Reagan hubiera cumplido el pasado domingo cien años. Al poco de dejar la Presidencia en 1989, quien fue su principal redactor de discursos, Peggy Noonan, publicó una memoria de su paso por la Casa Blanca titulada «What I Saw at the Revolution. A Political Life in the Reagan Era» («Lo que vi en la revolución. Una vida política en la era Reagan»). El libro arranca con Noonan imaginándose los funerales de Estado de Reagan. «Algún día, cuando seamos mayores, él morirá y habrá un gran funeral con un ataúd cubierto por la bandera; seguirá al féretro un caballo desmontado con las botas colgando de los estribos boca abajo (…) No sería un día triste. Casi podría imaginarlo como un momento feliz. Moriría con las botas puestas “sin haber conocido… la amargura ni la derrota”. Cumpliría cien años el día que lo derribara su caballo, mordido por una serpiente al hacer una pausa después de galopar por un bosque para llegar a la cima de una colina desde la que contemplar la puesta de sol…». Reagan murió hace ya más de seis años, pero el pasado domingo fue el día feliz que imaginaba Noonan en su libro de 1990.
Reagan fue en verdad un revolucionario. Porque revolucionario es quien aspira a derribar el statu quo. Y él lo dejó hecho trizas. Apoyó siempre la libre iniciativa y la preeminencia del individuo sobre el Estado. Tuvo el valor de defender la libertad política por encima de cualquier convención establecida. Y frente a los cientos de miles de jóvenes que llenaban las calles de Europa Occidental clamando, consciente o inconscientemente, por la sumisión ante la Unión Soviética, aquel septuagenario californiano demostró su firmeza contra la izquierda dominante a este lado del Atlántico que le pedía que cediera ante la Unión Soviética y no desplegase misiles en Europa. Y no era algo fácil de hacer, porque, con gran parte de Occidente convencida de la superioridad militar y moral de los soviéticos, lo más sencillo, incluso cabría decir que lo más lógico, era rendirse.
Pero Reagan encontró dos grandes aliados con los que plantar cara a ese desafío: Juan Pablo II y Margaret Thatcher. Y el trío demostró ser una armada en verdad invencible. Tuvieron el valor de armarse para conseguir la paz. Rea- gan puso en marcha la Iniciativa de Defensa Estratégica: armas para provocar la derrota económica de la URSS. Fueron muchas las voces que se alzaron contra él y lo tildaron de militarista. No pocos obispos se contaron en ese número. Pero Juan Pablo II guardó silencio. Está ya contado en esta página cómo, por encargo de Rea- gan, el general Vernon A. Walters visitaba al Papa una vez al trimestre para enseñarle fotos de satélite que mostraban silos secretos de misiles soviéticos, movimientos de tropas… El Papa le respaldó y Reagan ganó la Guerra Fría. Y muchos de los que le acusaban de intentar llevarnos al holocausto nuclear viven hoy cómodamente entre nosotros, disfrutando del mundo libre que les legó aquel hombre al que despreciaban y nunca reconocieron su mérito.
Igual que Barack Obama hoy, Reagan tuvo que hacer frente a revoluciones que se llevaban por delante a dictadores amigos. El caso más notable, sin duda, fue el del filipino Ferdinand Marcos en febrero de 1986. Como tantas otras veces, el Partido Republicano norteamericano demostró un mayor apego a las libertades que sus rivales demócratas. Y se cultivó desde la Administración Reagan a la oposición nucleada en torno a Corazón Aquino. De manera que, cuando cayó Marcos, el nuevo poder sabía que Estados Unidos no era un enemigo. Algo que está por ver que podamos decir en un Egipto pos-Mubarak.
¿Qué hubo detrás de la Iniciativa de Defensa Estratégica? Cómo explicó su amigo William F. Buckley en el discurso que pronunció con motivo del 85 cumpleaños del ex presidente, el factor decisivo fue el carácter del ocupante de la Casa Blanca. Los soviéticos cometían ocasionalmente errores tácticos, pero nunca errores de cálculo en materias de dimensión apocalíptica. Y los estrategas de la Unión Soviética sabían que los interlocutores melifluos del entorno de sucesivas administraciones norteamericanas y con los que tanto les gustaba tratar estaban muy alejados de la Casa Blanca en esos años críticos. Así que, si por casualidad los soviéticos se sentían tentados de responder a la Iniciativa de Defensa Estratégica con un ataque suicida, lograrían exactamente eso: suicidarse. Reagan se empeñó en demostrar que la principal barrera frente al imperialismo soviético debía ser evaluar lo que tenían los norteamericanos frente a las condiciones de vida de los rusos. Y si se hacía con sinceridad, se llegaría a la conclusión de que valía la pena defender lo que tenían con todos los medios a su alcance.
Reagan tuvo una forma singular de llamar la atención sobre su política exterior con frecuentes incorrecciones diplomáticas: calificar a la URSS de «Imperio del Mal» o proclamar «¡Señor Gorbachov! ¡Derribe este muro!» no ayudaba a hacer amigos al otro lado del Telón de Acero. Pero sí le situaba claramente en el pedestal de líder del mundo libre. Mas, cuando se reunía con los soviéticos, siempre guardaba las formas y se le veía reír y departir distendidamente con ellos. Hasta el punto de que el contraste entre su política de firmeza y la distensión de aquellos encuentros recordaba el chiste del ruso que, al descubrir que su loro había desaparecido, se fue corriendo a la oficina del KGB para aclarar que todas las opiniones políticas del loro eran entera y exclusivamente del animal.
Reagan tenía una visión estratégica. Nos explicó cómo la mayoría de nuestros problemas eran problemas creados o exacerbados por el Gobierno, no problemas que pudiera resolver el Gobierno. «El Gobierno es como un bebé», decía. «Apetito infinito y ninguna responsabilidad». Sólo el Gobierno puede provocar la inflación, mantener los monopolios o castigar la iniciativa privada. Pero también son los líderes políticos los que promueven el sentir ciudadano. Si hablamos en términos culturales, podemos hablar de la España de Cervantes, pero si lo hacemos en términos generales tendremos que hablar de la España de Felipe II. Lejos de reinar 42 años como aquel Rey de las Españas, Reagan gobernó sólo ocho. Pero, como Felipe II cuatro siglos antes, Reagan marcó una era del mundo: puso en valor las libertades ciudadanas, frente a la tiranía y ante gobiernos democráticos.
Y así, igual que en el funeral de Harold Abrahams en «Carros de fuego», el día que dejó la Casa Blanca Ronald Reagan pudo reivindicar su mandato como un empeño conjunto con el pueblo norteamericano para preservar Estados Unidos como «la ciudad iluminada sobre una colina». Aquel día, en el momento de la despedida, afirmó: «Amigos, lo hicimos. No sólo estábamos ganando tiempo. Creamos una diferencia. Hicimos a la ciudad más fuerte. Hicimos a la ciudad más libre. Y la dejamos en buenas manos. En resumen, no está mal. No está nada mal. Así pues: adiós». Adiós, pero sigue presente a los 100 años de nacer.
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