Tuvieron que pasar seis días de ataques indiscriminados contra la población civil en Libia, que podrían haberse cobrado hasta 10.000 muertos, para que el presidente Obama dijera esta boca es mía, y condenara la cruel represión de Gadafi y sus esbirros, calificándola de “inaceptable” y “atroz”.
Fue el jueves, el mismo día que habló por teléfono con Cameron, Sarkozy y Berlusconi para discutir sanciones contra el régimen libio. Además, anunció que enviaba a Hillary Clinton el lunes a Ginebra para negociar con la comunidad internacional posibles medidas a adoptar.
Viendo la rapidez con la que suceden los acontecimientos en Libia, y la lentitud con la que se mueve la diplomacia, uno se pregunta si cuando por fin la comunidad internacional actúe, la crisis se habrá terminado, y Gadafi ya estará en el infierno.
Es verdad que, a diferencia de Egipto y Túnez, la capacidad de influencia de EEUU sobre el régimen libio es muy limitado, pues éste no recibe apenas ayuda de algún tipo de Washington, ni tampoco es un importante socio comercial. Por lo tanto, es probable que una reacción más decidida de la Casa Blanca no hubiera disuadido a un Gadafi determinado llevar a su país a la guerra civil con tal de intentar salvar su cleptocracia.
Sin embargo, eso no es excusa para la inacción que hemos vivido estos días. Quizás era logísticamente difícil, o políticamente imposible (ahí están los vetos de China y Rusia) establecer una zona de exclusión aérea sobre Libia para evitar ataques aéreos contra los manifestantes.
Pero Washington y la UE, cuyo papel resulta aún más patético, podrían al menos haber tomado alguna acción unilateral durante los primeros días, como decretar sanciones económicas dirigidas a los jerarcas del régimen, o prohibirles la entrada a sus respectivos países. Incluso la neutralísima Suiza les pasó la mano por la cara, congelando los activos de los Gadafi con celeridad.
Hay que reconocer que es legítimo que Obama se mueva con una cierta cautela en relación a Libia, habida cuenta de que permanecen en el país centenares de estadounidenses, incluidos varios diplomáticos, y es su obligación velar por su seguridad. Sabiendo que Gadafi es un hombre sin escrúpulos, no es descabellado temer que pueda capturar a los ciudadanos estadounidenses y utilizarlos como rehenes.
Ahora bien, eso no justifica que Mr. Premio Nobel de la Paz ni tan siquiera enviara un mensaje público al tirano durante las primeras fases de la crisis advirtiéndole de que nunca sería aceptado de nuevo en la comunidad internacional tras un baño de sangre. Si no el propio Obama, quizás Hillary o su Fiscal General deberían haber recordado a Gadafi la posibilidad de acabar pudriéndose en la cárcel tras una condena del Tribunal Penal Internacional.
Los detractores de Obama argumentan que el presidente no ha estado a la altura de las circunstancias desde el inicio de las revueltas árabes que sacuden un país tras otro en la región. En esto discrepo, pues considero que, en líneas generales, la Casa Blanca sí encontró en Egipto el equilibrio necesario entre sus intereses y responsabilidades.
En aquel caso, sí se advirtió desde el primer día de las nefastas consecuencias que tendría para las relaciones entre Egipto y EEUU que el ejército abriera fuego contra los manifestantes, quizás abortando esta posibilidad. Además, desde la Casa Blanca no sólo se otorgó legitimidad a las demandas de los manifestantes, sino que se pidió una transición a la democracia.
Algunos habrían querido que Obama hubiera exigido públicamente la dimisión de Mubarak. Sin embargo, esa tarea, la de liberar a Egipto de Mubarak, no le correspondía a la superpotencia acusada siempre de un excesivo intervencionismo imperial, sino al pueblo egipcio. Y de hecho, así lo hizo en una admirable muestra de tesón, determinación, y sabiduría.
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