Al procurador Eric Holder le preocupa mucho que las armas vendidas en su país sean utilizadas contra sus agentes en territorio mexicano. Una vez constatado que la Draco de 7.62 milímetros con la que asesinaron a Jaime Zapata fue vendida en Dallas, Holder declaró: “La preocupación que tengo es que con el creciente número de agentes de la DEA, de ATF y del FBI (en México) estas armas (…) sean usadas contra ellos, y esa es una tragedia que espero podamos evitar.” El descaro y la ofensa no podrían ser mayores: las miles de vidas mexicanas segadas con las mismas armas no figuran entre sus preocupaciones. Pero el asunto trasciende la insensibilidad.
Que la Oficina de Alcohol, Tabaco, Armas y Explosivos (ATF) del Departamento de Estado haya lanzado el operativo denominado “Fast and Furious”, abriendo el flujo de armas de alto calibre hacia nuestro país para, según explican ahora, dar con sus destinatarios, los cárteles de las drogas, sin haber informado al gobierno mexicano y sin reparar en sus terribles consecuencias, constituye un agravio inadmisible. Las revelaciones del agente John Dodson de la ATF sobre dicho operativo abrieron la cloaca de una política y una estrategia turbias que, además, confirman la percepción que tienen acerca del gobierno mexicano. No es desorbitado suponer que las opiniones de Carlos Pascual, más tarde publicadas en WikiLeaks, guarden una relación directa con la concepción y puesta en marcha de este operativo.
Hoy nos piden considerar la posibilidad de que sus agentes porten armas en nuestro territorio, prerrogativa reservada a las Fuerzas Armadas y las policías mexicanas. Es una petición inaceptable. No sólo contraviene los principios sobre el ejercicio exclusivo de las funciones de seguridad por parte del Estado, sino las atinadas restricciones vigentes en México sobre posesión y uso de armas de fuego que, fuera de los terrenos de la barbarie del crimen organizado, hemos sabido apreciar y observar la inmensa mayoría de los mexicanos.
La relación bilateral pasa por un momento difícil. No se trata de eludir nuestras graves deficiencias legales, institucionales, sociales y éticas descargando la responsabilidad en nuestros vecinos. Se trata de exigir respeto a nuestro ordenamiento constitucional, así como la lealtad imprescindible entre dos países que, formalmente, mantienen una alianza frente a un problema compartido, cuyos orígenes y crecimiento no se pueden explicar sin la gran demanda de drogas de los consumidores norteamericanos. En todo caso, debemos seguir valorando si la estrategia del gobierno mexicano contra el narco es pertinente, no sólo por sus altos costos y limitados resultados, sino también porque ha quedado claro que no tenemos un aliado que, con respeto y lealtad, realmente reconozca y comparta estos esfuerzos.
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