Las dunas del desierto no son los únicos campos de batalla de la guerra que sigue desarrollándose en Libia. Una conferencia internacional en Londres y un discurso en Washington definieron en días pasados los posibles caminos que tomará una intervención militar que cumple diez días y cuyo desenlace es incierto.
Ayer, en la capital británica, los países miembros de la coalición aliada no solo ratificaron su compromiso con la resolución 1973 de la ONU contra el régimen de Trípoli, sino que acordaron continuar la presión sobre Muamar Gadafi para forzar su salida del poder. Representantes de unas 40 naciones, incluidas 8 árabes y musulmanas, decidieron ir más allá de los objetivos humanitarios del documento de Naciones Unidas y continuar los ataques aéreos hasta que la dictadura caiga. Para los aliados, a las herramientas militares y diplomáticas hay que sumar la discusión de las bases políticas de una Libia pos-Gadafi en democracia.
Mientras en Gran Bretaña los cancilleres de las potencias occidentales se entrevistan con los líderes rebeldes, la batalla por el control de Sirte, el pueblo natal del líder libio, continúa sin un claro ganador. A pesar de la destrucción del poder aéreo de Trípoli por las incursiones internacionales, en tierra fuerzas leales al Gobierno y los insurgentes han partido el país en dos. A diferencia de las revueltas en Túnez y Egipto, el conflicto en Libia se acerca más a una guerra civil entre tribus.
A estos escenarios se añade la alocución que el lunes pasado dirigió el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, a sus ciudadanos.
En respaldo de la presencia de las tropas norteamericanas en el conflicto magrebí, el mandatario delineó un abordaje pragmático en defensa de causas democráticas. Si bien reconoce que el régimen de Gadafi no es prioritario dentro de los objetivos de seguridad de la Casa Blanca, el premio Nobel de paz afirmó: “Tenemos que poner nuestros intereses en contrapeso con la necesidad de actuar”.
En otras palabras, la nueva doctrina Obama de intervención internacional de la superpotencia es que no hay doctrina sino evaluaciones de costo y beneficio, caso por caso. Las dos grandes debilidades del discurso son precisamente consecuencias del pragmatismo: ¿por qué Estados Unidos no defiende esa misma causa humanitaria en otros pueblos árabes objeto de abusos de sus líderes, como Baréin y Yemen, y cuyos regímenes son aliados de Washington? Y, en segundo lugar, tras el reconocimiento de que los bombardeos aéreos serán insuficientes por sí solos para tumbar a Gadafi, ¿cuál es el mecanismo de salida de la intervención militar?
Siendo la primera guerra que declara y que no hereda, el mandatario estadounidense tiene claro que Libia no es Irak. “El cambio de régimen tomó ocho años y un billón de dólares. Es algo que no podemos darnos el lujo de repetir”, dijo. No obstante, socios de la coalición como Gran Bretaña y Francia buscan de frente la caída de Gadafi y la transición hacia un sistema democrático.
Estas diversas posturas de los aliados -timidez en Washington, beligerancia en Londres y París- se añaden a una serie de decisiones prácticas que superan el contenido de la resolución, como, por ejemplo, dotar de armas al ejército rebelde o fortalecer al Consejo de Transición insurgente para no reproducir el vacío institucional que hundió a Irak en el caos. Mientras que las fuerzas leales a Gadafi resisten, la incursión de “días y no semanas” se alarga y se complica sin una salida clara.
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