La desaparición física de Osama Bin Laden debería dar también lugar a la desaparición de los desastres políticos que ha protagonizado. Y también de los que ha provocado. La conversión del terrorismo en el núcleo vertebrador de un nuevo tipo de guerra masiva y devastadora, cuyo único campo de batalla es la sociedad civil y cuyas principales víctimas, anónimos ciudadanos indefensos, occidentales o no, musulmanes o cristianos, es la principal aportación del líder de Al Qaeda a la historia de la perversión universal. Pero no la única: el cínico aprovechamiento de Estados débiles, corruptos e inviables; la elevación a categoría de actor político de una red de delincuencia clandestina -más bien de una franquicia criminal con coartada religiosa- o el intento de consagrar como ley internacional las fantasías más fanáticas son otras de sus contribuciones.
Los musulmanes han sido los primeros en enterrar ese legado de Bin Laden, incluso antes de muerto. Así lo han hecho las revoluciones árabes inspiradas en principios democráticos, antítesis de la doctrina teocrática y dictatorial pregonada por el fundador de Al Qaeda. Le corresponde ahora a Occidente depurar los aspectos negativos del contralegado que ha segregado en su autodefensa contra el yihadismo. No se defienden los derechos humanos restringiéndolos o encapsulándolos, siquiera temporalmente. La angustia ante el terror, la histeria de ella derivada y el sentimiento de excepcionalidad son comprensibles, pero no operativos en el largo plazo.
Estados Unidos que, sobre todo con George W. Bush, decretó un estado de excepción mundial permanente y validó la tortura, las detenciones extraterritoriales y las guerras ilegales debería reflexionar sobre el hecho de que la exitosa operación contra Bin Laden se ha desarrollado después de que todos esos postulados políticos hayan periclitado. Y, seguramente gracias a ello, Guantánamo ha hecho mucho más por la deslegitimación de la democracia que por su victoria.
El conocimiento exacto de lo ocurrido en Pakistán permitirá en su momento conocer hasta qué punto Obama ha sido escrupuloso en el uso de los métodos legítimos de que disponen las democracias para combatir a sus enemigos, que no pueden establecer excepciones al principio según el cual el fin no justifica los medios.
Y, sin embargo, sería difícil negar que EE UU está legítima y legalmente en guerra defensiva contra Al Qaeda. Así lo reconoció Naciones Unidas en su resolución posterior al 11-S. La actuación del comando que dio muerte a Bin Laden sería pues un acto más de la misma. Y aunque el yihadismo haya tratado de borrar las fronteras entre el asesinato y la acción militar, entre el Estado y la mafia religiosa, entre la imposición y el respeto, nadie sensato debiera hacerle el juego. Interrogarse sobre la legitimidad de los propios actos es el primer imperativo de la cultura liberal.
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