Dos son las razones de la decepción que crece en Europa a la misma velocidad a la que aumentan el prestigio y la autoridad de Obama entre los estadounidenses. La primera es porque es el presidente, y la segunda, porque lo es de Estados Unidos. El presidente de esta república presidencialista es el jefe del ejecutivo, con poderes extraordinarios en defensa y política exterior, y responsabilidad directa sobre la seguridad de sus conciudadanos y sobre el liderazgo de su país en el mundo. EE UU es la mayor superpotencia militar de la historia, que gasta anualmente en defensa el equivalente al 40% del presupuesto mundial de defensa y tiene fuerzas destacadas y bases en todos los continentes.
En estas dos razones de la decepción hallamos los puntos en común con su predecesor, presidente como él y del mismo país dominado por el complejo militar industrial que denunció justo al dejar la Casa Blanca nada menos que el general Dwight Eisenhower en 1961, antecesor de ellos dos y además victorioso en la Segunda Guerra Mundial.
Desde Europa se ha fabricado una imagen idealizada de Obama, que expresó muy bien la concesión del Nobel de la Paz cuando no llevaba ni un año en la presidencia. No fue únicamente un premio prematuro, sino también desacertado, porque no había hecho méritos para obtenerlo. Lo merecerá si consigue, por ejemplo, que hagan la paz y se reconozcan mutuamente israelíes y palestinos como pueblos soberanos dotados de sus respectivos Estados sobre el territorio que hay entre el Jordán y el Mediterráneo.
Obama no ha engañado. Al menos en este capítulo bélico. Ha incumplido promesas, porque no supo medir sus fuerzas. No ha cerrado Guantánamo. Prometió acabar con Bin Laden. En Oslo, en la entrega del Nobel, expresó sus posiciones sobre la guerra justa. No es ni ha sido nunca un pacifista. Pero el Obama imaginado por los europeos tiene un gran atractivo para la derecha estadounidense. Los neocons le han criticado porque le consideran el presidente de la decadencia de su país, el hombre que va a negociar con los enemigos, transigir con los legalismos multilateralistas de los europeos, traicionar a Israel en favor de los musulmanes árabes y entregar la hegemonía mundial a los países emergentes, especialmente China.
Un Obama así no podría aspirar a renovar su mandato presidencial, y además habría perdido todo margen de acción interior y exterior. Por un tiempo, muy corto, hasta 2012 como más, haría feliz a unos pocos estadounidenses y a muchos europeos estupendos, pero siempre susceptibles con todos los presidentes y con EE UU, pero sería sustituido inmediatamente por un republicano como Bush, o peor, que volvería a recuperar el orden duro y conservador de las cosas.
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