En su discurso en el departamento de Estado, hemos vuelto a ver al mejor y al peor Obama. El mejor: gran orador, excelente analista, demócrata indiscutible. Impecable ha sido su lectura de las causas y los objetivos de las revueltas democráticas árabes y del papel en las mismas de una juventud sedienta de libertad y dignidad y hábil en el uso de las modernas tecnologías. Su apoyo a la democratización del mundo árabe ha resultado tan claro como el agua de la montaña. Y de Bin Laden ha dicho acertadamente que ya estaba políticamente derrotado por la revolución democrática árabe antes de ser acribillado en Pakistán por soldados de elite norteamericanos.
El peor: la evidencia de que su acción está limitada por los intereses y compromisos tradicionales de Estados Unidos. Aunque su visión de la paz entre israelíes y palestinos es la correcta, dos Estados en las fronteras de 1967, han sido los últimos los que se han llevado los coscorrones de Obama. Estados Unidos no apoyará la posible proclamación, el próximo septiembre en la Asamblea General de Naciones Unidas, del Estado palestino. Los palestinos tienen que seguir confiando en la buena fe de unos gobernantes israelíes a los que Obama ni tan siquiera ha pedido explícitamente que detengan para siempre jamás la colonización de los territorios que ocupan desde 1967.
Obama ha sido muy contundente en su apoyo a los procesos de democratización de Túnez y Egipto, para los que, además, ha ofrecido un interesante paquete de ayudas económicas. Y ha señalado como los villanos del momento a cinco regímenes concretos del norte de África y Oriente Próximo. Por este orden de maldad: Libia (no hay solución sin la salida de Gadafi), Siria (severa advertencia a Bachar el Asad), Irán, Yemen y Bahrein. En cuanto a los demás, aquellos que opten por reformas democráticas, ha dicho, tendrán el pleno apoyo de Estados Unidos.
Plenamente acertadas también dos referencias concretas: la defensa de la libertad religiosa en la zona -los coptos deben poder rezar sin problemas en El Cairo del mismo modo que los chiíes en Bahrein- y del combate por la igualdad de la mujer.
Algunos creían que Obama iba a eludir el conflicto israelí-palestino en este discurso, pero no lo ha hecho. Justas han sido sus palabras, semejantes a las de El Cairo de hace dos años, sobre “los sufrimientos y la humillación” en la que viven los palestinos “bajo ocupación y sin poder disponer de su propia nación”. Exacta asimismo ha sido su descripción de la fórmula que resolvería el conflicto: dos Estados, “una Palestina viable y un Israel seguro”, en las fronteras de 1967, todo lo corregidas que sean mediante la negociación de las partes, quedando pendientes dos problemas de difícil solución: Jerusalén y los refugiados palestinos. Y honesto ha sido el reconocimiento de que, dos años después, su Gobierno no ha conseguido avanzar un ápice en este asunto y de que incluso han continuado los asentamientos israelíes.
Pero mientras que a los palestinos les ha ofrecido un rechazo frontal a su iniciativa para ser reconocidos en la ONU en septiembre, a los israelíes sólo les ha recordado que el “statu quo es insostenible”.
En todo caso, lo positivo es que la visión de Obama del mundo árabe y musulmán está basada en su profundo convencimiento de la verdad de esa cita de la Declaración de Independencia de Estados Unidos que ha evocado al final de su intervención: “Todos los seres humanos han sido creados iguales”.
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