Son hienas y buscan la carroña. Así podríamos describir a los poderosos capitales moviéndose como depredadores mientras los drones estadounidenses y la OTAN continúan bombardeando aldeas de las montañas afganas en busca de talibanes y de seguidores del ¿occiso? Osama bin Laden. Se sienten perfectamente amparados por el fuego y las decisiones reafirmadas por el presidente Obama y su secretaria de Estado Hillary Clinton: la guerra no se ha acabado y no piensan retirar sus tropas —aunque una mayoría de estadounidenses dijo que muerto el terrorista debían retornar a casa.
A la cacería salió J.P. Morgan, el team banquero, en otra invasión silenciosa y efectiva para controlar cada riqueza minera del «pobre» Afganistán. Hace unos días, con la presencia de los aldeanos esperanzados en obtener trabajo, Ian Hannam cortó la cinta inaugural de una mina de oro en Qara Zaghan.
Hannam es el presidente del Mercado de Capitales del J.P. Morgan, un ex soldado cuyo equipo lo integran al menos dos hombres que fueron de las fuerzas especiales en Afganistán. Van en pos de los estimados multimillonarios del Gobierno de Estados Unidos con un mapa de las riquezas afganas muy bien cuadriculado por el Pentágono. El país centroasiático guarda minerales por un millón de millones de dólares (el trillón que le dicen ellos), reserva de recursos naturales que califica como una de las últimas fronteras del planeta, al decir de un reciente reportaje de CNN Money/Fortune.
La guerra, que puede ser impedimenta para invertir en cualquier lugar, en este caso es el abre-puertas, la garantía de que podrán esquilmar a diestra y siniestra el hierro, el cobre, zinc, mercurio, fluorita, cobalto, potasio, asbestos, magnesio y metales raros altamente apreciables como el litio, y hasta los tradicionales oro y plata, enterrados por igual en las montañas nevadas y casi inaccesibles, como en los desiertos de este paso geográfico entre el Occidente y el Oriente, que cruzaron y hollaron otros imperios desde antes de los tiempos de Alejandro Magno.
Quien tenga ojos, vea; quien tenga oídos, escuche; pero EE.UU. no escarmienta por cabeza ajena, así que anda recorriendo los mismos caminos de fracasos guerreros de persas, griegos, mongoles, británicos y rusos. Ahora los magnates del imperio piensan ganar la zona con una inversión que les daría, quizá, las mayores ganancias de su vida.
A mediados de 2010, The New York Times anunciaba que la vasta riqueza mineral afgana había sido descubierta por un pequeño equipo de oficiales del Pentágono y geólogos norteamericanos; que ese patrimonio —¿de quién?— era tan esencial para la industria moderna que Afganistán podría transformarse en uno de los más importantes centros mineros del mundo y citaba un memorando interno del Pentágono llamando a ese país «la Arabia Saudita del litio», material base de las baterías de laptops y Blackberrys.
Apenas entonces el presidente afgano Hamid Karzai había sido informado del asunto, y para redondear su negocio, el consorcio banquero J.P. Morgan no pone ni un solo centavo en el proyecto del oro, pues su hombre en estas aventuras gananciosas, Ian Hannam, le ha asegurado 40 millones de dólares de otros capitalistas de EE.UU., Asia y Europa mediante Central Asian Resources, su mecanismo inversor acoplado con la compañía de Naderi, la Afghan Gold.
Estos mercenarios de Hannam, trasvestidos en banqueros, ya están posicionados y posesionados en Afganistán.
Los ampara el Pentágono, y no parece importarles mucho que pueden morir más de los 1 560 efectivos estadounidenses que ya dejaron su vida en esa, la guerra más prolongada de EE.UU. En definitiva, son negocios de riesgo, pero negocios… otros pondrán los muertos —ya sean norteamericanos, otanianos o afganos—, ellos tienen muy claro quiénes recogerán las ganancias en la gran broma de que llegaron a Afganistán a luchar por la democracia y el bienestar del pueblo. Como ven, las guerras no son solo por petróleo.
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