El doctor Jack Kevorkian, más conocido como el ‘doctor Muerte’, murió plácidamente la semana pasada, oyendo a su compositor favorito, Juan Sebastián Bach. Acusado por sus detractores de ser un hombre cruel, responsable del asesinato de más de 130 personas vulnerables, y alabado por sus defensores como un hombre compasivo y piadoso, que ayudaba a los enfermos desahuciados que solicitaban sus servicios, Kevorkian vivió envuelto en la controversia.
“Yo creo -decía en una entrevista- que las personas competentes mental y físicamente tienen todo el derecho de optar por el suicidio y nadie tiene derecho a determinar qué es lo que pueden o no pueden hacer con su cuerpo. Y creo también que esas personas deben contar con un lugar donde puedan consumar su aspiración.”
Kevorkian participó en más de 130 suicidios y en cuatro ocasiones fue absuelto del cargo de asesinato. En 1999, finalmente, se lo declaró culpable por un caso en el que aparece inyectándole drogas letales a un paciente en una grabación, filmada y enviada por él mismo al programa de televisión 60 minutes. Pasó 8 años en la cárcel sabiendo, quizá, que finalmente había cumplido su propósito de provocar un debate nacional sobre la eutanasia.
Un debate que, en términos generales, gira en torno a cuatro cuestiones. ¿Tiene una persona el derecho a terminar con su vida? ¿Es verdad que el suicidio asistido podría provocar una tendencia letal? ¿Los médicos que asisten a los suicidas vulneran la integridad de la profesión médica? ¿Se trata de una práctica legal?
Respecto al derecho de las personas a disponer de su propia vida existe un desacuerdo fundamental aun entre las más altas autoridades religiosas. Para el papa Benedicto XVI, “el aborto y la eutanasia son pecados tan graves que la Iglesia no admite la diversidad de opiniones entre los católicos, que sí tolera cuando se discute, por ejemplo, si se justifica moralmente matar en una guerra o en el caso de la pena de muerte”. Mientras que para el Dalái Lama, “si una persona va a morir y padece un sufrimiento grande o se encuentra en estado vegetativo y prolongar su existencia sólo causará mayor sufrimiento y dificultades a otros, la ética budista le permite terminar con su vida”.
Tampoco hay acuerdo sobre el tema de que un suicidio asistido podría conducir a una epidemia de suicidios. Una hipótesis que nunca se ha hecho realidad cuando se han dado casos de suicidios asistidos.
Sobre el tema de que el deber de los médicos es salvar vidas y no asistir en su conclusión, tampoco existe una opinión unificada entre los médicos. Y en torno a la legalidad del acto, a pesar de existir un fallo de la Suprema Corte de Justicia que prohíbe el suicidio asistido en un caso específico, los magistrados se reservaron el derecho de pronunciarse sobre la constitucionalidad de cada caso según se vayan presentando.
Mientras tanto, en 1997, el estado de Oregon aprobó la ley de muerte con dignidad, que les permite a las personas desahuciadas suicidarse con medicinas recetadas por un doctor con ese propósito, y todo indica que el país avanza en la misma dirección. Ya en casi todos los estados de la Unión se permite que los adultos se rehúsen a sostener artificialmente sus vidas entubados a máquinas que los alimentan y los mantienen en estado vegetativo.
Más allá de las excentricidades, el exhibicionismo y la arrogancia del doctor Kevorkian, lo justo sería reconocerle que esta nueva manera de encarar el tema de la terminación de la vida en Estados Unidos se debe, en gran parte, a sus esfuerzos. Yo, que no tengo planes de suicidarme, se lo reconozco y concuerdo con su planteamiento central. Nadie tiene el derecho de decirme lo que yo debo hacer con mi persona.
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