El año de 1979 marca el comienzo de tres procesos fundamentales. Fue el momento en que se inició el proceso de reforma económica en China bajo Deng Xiaoping, sentándose las bases para su vertiginosa expansión económica. Fue la fecha en que la Revolución Islámica triunfa en Irán con Jomeini, desatando un movimiento que habría de transformar la faz del Medio Oriente. Fue, finalmente, el año de la invasión de Afganistán. Es decir, el conflicto que propició la formación de una jihad islámica antisoviética en la que 35.000 musulmanes radicales, provenientes de cuarenta países, se coaligaron. Allí quedó sembrada la simiente de Al Qaeda que tanta significación asumiría décadas más tarde. Lo anterior marcó una bifurcación. De un lado un espacio de crecimiento económico espectacular, representado por China. Del otro un espacio de radicalización política representado por el fundamentalismo islámico.
La atención obsesiva que Estados Unidos prestó a lo segundo, le hizo perder de vista lo primero. Sin embargo, en términos de reto a su liderazgo, lo ocurrido en China resulta inmensamente más significativo que el islamismo. Mientras la nación asiática está en proceso de suplantar a Estados Unidos como primera potencia económica del planeta, el islamismo representa un factor de distorsión pero no de transformación global. De esta manera la atención de la potencia dominante no se ha dirigido al poder rival emergente, como sería lo lógico, sino a un escenario secundario.
Mientras Estados Unidos ha gastado 1,3 millones de millones de dólares en la guerra de Afganistán y, por extensión de su paranoia en la innecesaria guerra de Irak, su infraestructura doméstica, su sistema educativo y en buena medida también su aparato productivo, languidecen en decadencia. Mientras China ha venido avanzando a pasos agigantados, amenazando incluso su supremacía tecnológica, Estados Unidos se ha encontrado sumido en un estado de sopor con respecto a su rezago competitivo. Demasiado preocupado por Al Qaeda, los talibanes y demás enemigos reales e imaginarios en aquella región del mundo, pareciera no darse cuenta del tren de alta velocidad a sus espaldas, que amenaza con llevárselo por delante.
Los grandes imperios dejan de serlo no porque quieran, sino simplemente porque pierden la capacidad para seguir siéndolo. Usualmente la economía es el talón de Aquiles que los echa abajo, como bien lo demostró Paul Kennedy en su magistral obra Auge y Caída de los Grandes Poderes. Desde España hasta la Gran Bretaña, pasando por Portugal y Holanda, la voluntad imperial ha podido tanto como la capacidad de sus respectivas economías para darle sustento. Fue así como Estados Unidos recibió la antorcha del liderazgo hegemónico en el siglo XX, cuando Gran Bretaña se evidenció impotente para seguir manteniendo el suyo.
Así como la España del siglo XVII, obsesionada por su conflicto en Flandes, se vio desbordada por competidores económicos más agresivos, también unos Estados Unidos sumergidos en su propio Flandes están próximos a perder su primacía. Al mirar en la dirección equivocada, Washington perdió el sentido de la historia.
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