Agreement in Washington?

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AL principal acreedor de Estados Unidos, que es China, el acuerdo presupuestario in extremis al que han llegado demócratas y republicanos para evitar la suspensión de pagos del país, le parece un golpe de efecto político, carente de las medidas de fondo adecuadas. La opinión china, que tiene más de 1,1 billones de dólares en deuda estadounidense, es relevante y refleja la realidad de la situación.

Las negociaciones que han llevado al citado acuerdo, y que han mantenido al mundo en vilo hasta el último momento, han estado presididas por los intereses electorales de los dos grandes partidos antes que por la voluntad real de hacer frente a la enorme montaña de deuda pública que lastra el crecimiento económico. Hay que recordar que estas maniobras electorales se han producido en numerosas ocasiones en Estados Unidos, hasta en más de setenta ocasiones a lo largo de la historia, pero nunca con un volumen de deuda pública tan elevado como el que hay en la actualidad.

Pese a todo, la propia China y el conjunto del mundo respiran aliviados por el acuerdo para evitar la suspensión de pagos de la primera economía del planeta, anunciado por el presidente Obama la noche del domingo (hora de Estados Unidos) y que debía ser ratificado por el Congreso –salvo sorpresas– la pasada madrugada. No hay duda que con el acuerdo se ha evitado el riesgo de una nueva y grave recesión mundial.

El acuerdo contempla la ampliación del límite de endeudamiento de Estados Unidos en 2,1 billones de dólares, hasta los 14,3 billones, con el compromiso de afrontar medidas de ajuste del gasto por valor de 2,5 billones de dólares en los próximos diez años. Este recorte se hará en dos fases. La primera, por valor de 1 billón, no contemplará aumento de impuestos. Los detalles del resto del ajuste, por valor de 1,5 billones, se dejan en manos de una comisión bipartita que debe acordarlo antes del próximo 23 de noviembre.

No se vislumbra, a la vista del texto del acuerdo, la adopción de grandes reformas estructurales para solucionar el endémico endeudamiento del país, ni la aplicación de impuestos a los ricos y a las grandes corporaciones, como quería el presidente Obama, que ha sido quien más ha cedido para evitar la suspensión de pagos, hecho que habría sido una catástrofe financiera global. Ha habido, pues, una capitulación casi total a las demandas de los republicanos más extremistas, liderados por el movimiento Tea Party. La mayoría del sacrificio, por tanto, recaerá probablemente sobre las clases medias y bajas, penalizando con ello el consumo, que es el gran motor de la economía americana.

Los mercados financieros, después de la euforia inicial por el anuncio del acuerdo, registraron descensos por considerar que la debilidad del crecimiento estadounidense, a la vista de los nuevos datos conocidos, dificultará aún más el cumplimiento del plan de ajuste pactado. Las agencias de calificación financiera amenazan incluso con rebajar la calidad de la deuda estadounidense, y eso será un golpe muy duro para Estados Unidos y para la confianza internacional.

Ni los demócratas, por supuesto, ni los republicanos pueden estar satisfechos con el acuerdo presupuestario ni con su actuación. La dura pugna entre ambos ha hecho aflorar ante todo el mundo las debilidades económicas y políticas del país más poderoso del mundo. Se ha evitado una grave crisis, pero la imagen de Estados Unidos ha quedado dañada.

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