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Posted on August 12, 2011.
Viene de tapa
La decisión de la Reserva Federal de mantener las tasas de interés cerca de cero por otros 24 meses, si bien aporta una medida de certeza a la que reaccionaron los mercados positiva aunque fugazmente el martes, determina (y el Fed lo ha dicho con todas las palabras) que no habrá recuperación económica tangible para el momento en que la actual administración concluya su ciclo.
Los compromisos asumidos por Obama para lograr que el Congreso apruebe elevar el techo de la deuda, recortes drásticos que no contribuyen a estimular la economía y menos aún, a generar empleo, sumados a la alarmante condición de las economías europeas, indican que el Presidente saldrá a pelear su reelección en las circunstancias más desfavorables.
Un juicio realista y descarnado acerca de sus posibilidades las sitúa en el orden de los milagros.
Aún sus más acérrimos defensores cuestionan su liderazgo. El gran comunicador, que conmovió al mundo durante su campaña, parece haber perdido sus dotes oratorias. Una y otra vez, Obama ha desilusionado cuando las circunstancias demandaban firmeza, coraje y desafío. No solo reacciona tarde, casi en un remedo de la tardía reacción de George W. Bush a los ataques del 11 de septiembre, sino que cuando por fin lo hace, no solo la urgencia ha pasado sino que su discurso suena distante y extemporal.
Esto es lo que sucedió durante la semana en que los Estados Unidos enfrentaban la perspectiva del default, rehenes de un grupo de legisladores asociados al Movimiento del Tea Party, más preocupados por mostrarse principistas que por rescatar a la Nación y a buena parte del mundo, de lo que ahora sucede.
Tal vez la tragedia de Obama sea la del hombre brillante, sensato, dotado de la virtud de la palabra, cuyo corazón se encuentra en el lugar correcto la mayor parte de las veces, pero inhibido por una incapacidad casi patológica de aceptar la necesidad de dar pelea.
Y pelea es lo que los republicanos le han dado desde el momento mismo en que asumió la presidencia. Ni siquiera se preocuparon por crear la apariencia de que respetaban la voluntad del electorado y el fair play mientras aguardaban a ver qué pasos daba la nueva administración. Muy por el contrario, se lanzaron a sabotearla con todo el arsenal de artilugios a disposición, acusando a Obama que albergar una ideología socializante, diseminando la sospecha de que se trataba de un musulmán encubierto y hasta cuestionando la legitimidad de su ciudadanía.
Aún disfrutando de la ventaja de un Congreso demócrata durante los dos primeros años de su presidencia, Obama debió luchar denodadamente para hacer aprobar sus iniciativas, desde el paquete de estímulo de 838.000 millones, demasiado pequeño para ser verdaderamente efectivo, según el Nobel de Economía Paul Krugman, hasta la reforma del seguro médico.
Más aún, los republicanos lograron la hazaña de borrar casi de inmediato toda responsabilidad en el monumental déficit creado y legado por la administración Bush, amén de una economía en virtual bancarrota y dos guerras inconclusas y depositarla en las manos del nuevo Presidente. Ante este extraordinario acto de ilusionismo, Obama cometió el error de persistir en la búsqueda de consenso, sin advertir que entraba ciegamente en la trampa.
El gran peligro en este momento en que algunas de las principales economías del mundo se columpian al borde del colapso, es que Obama sea percibido como irrelevante. Si esto sucede, si el fogoso Obama de la campaña no resurge del ropaje de este Obama tímido y desconcertado, el mundo volverá al cataclismo de 2008.
Tal vez la aceptación de que su esperanza de ser reelegido está perdida y que está condenado a ser, como Jimmy Carter, un presidente de un solo período, desate en él la energía y la convicción necesarias para domeñar la crisis. Y si esto sucede, tal vez se descubra que los milagros existen.
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