Mientras un tribunal británico evalúa si Julian Assange debería ser extraditado a Suecia, y fiscales estadounidenses analizan los cargos penales que presentarán contra el soldado Bradley Manning, la supuesta fuente relevante que hizo las revelaciones publicadas por el sitio WikiLeaks de Assange, no cesa el debate global sobre si este tipo de revelaciones causan más beneficios que problemas. Pero, muchas veces, se polariza ese debate como seguridad nacional vs. responsabilidad democrática, sin que se les dé lugar a las distinciones que realmente importan.
En el gobierno, toda filtración es, por definición, comprometedora para alguien, en algún lugar del sistema. La mayoría de las filtraciones probablemente impliquen alguna infracción de la ley por parte de la fuente original, si no del editor. Pero eso no significa que todas las filtraciones deban ser condenadas.
Una de las lecciones más difíciles de aprender para los altos funcionarios del gobierno -incluso para mí, cuando me desempeñé como fiscal general y ministro de Relaciones Exteriores de Australia- es la inutilidad, en todos los casos excepto una pequeña minoría, de querer procesar y castigar a los responsables de las filtraciones. Así no se repara el daño original y, por lo general, este resulta exacerbado debido a la mayor publicidad. Los medios nunca son tan entusiastas sobre la libertad de expresión como cuando ven que se les enrojece el rostro de furia o humillación a quienes están en el poder. Una acción judicial normalmente aumenta la talla de quienes filtran información, lo que la convierte en un método de disuasión inútil.
Sin embargo, es preciso trazar algunas líneas si creemos que el buen gobierno es posible, ya que una zona de privacidad en nuestras vidas personales y familiares es crucial para sostener las relaciones que más nos importan. Como está aprendiendo con tanto dolor el ex congresista estadounidense Anthony Weiner con sus mensajes de texto de contenido sexual, el exceso de información efectivamente existe. El truco es saber cómo y dónde marcar los límites que no concedan ni mucho ni demasiado poco a quienes tienen intereses creados, por buenos o malos motivos, a la hora de evitar el escrutinio.
Algunas de las filtraciones de material sensible hechas por WikiLeaks han sido perfectamente defendibles con base en argumentos clásicos sobre libertad de información, al exponer abusos que de otra manera habrían permanecido ocultos. Los asesinatos provocados desde helicópteros de ataque en Irak, la corrupción de la familia del ex presidente tunecino Zine el-Abidine Ben Ali y la penuria del progreso en Afganistán, según este criterio, son presa fácil.
Nada de esto convierte a Julian Assange en un Daniel Ellsberg (quien hace 40 años filtró los Documentos del Pentágono y expuso el pensamiento del gobierno de Estados Unidos sobre Vietnam). Tampoco lo coloca en la misma liga de Anna Politkovskaya, la periodista militante que fue asesinada tras negarse a frenar una investigación sobre abusos de los derechos humanos en Rusia. Sus motivos parecen demasiado anárquicos para ello. No obstante, a veces hay que hacer sonar el silbato.
Sin embargo, algunas filtraciones son indefendibles, y al menos las fuentes deben atenerse a algún tipo de criterio punitivo. Esta categoría incluye las filtraciones que ponen en riesgo físico a fuentes de inteligencia u otros individuos (como sucedió con algunas de las primeras revelaciones de WikiLeaks sobre Afganistán y Zimbabue). Esto también incluye las filtraciones que genuinamente perjudican los métodos de inteligencia y la efectividad operativa militar; que exponen posiciones exploratorias en negociaciones de paz (invariablemente solo en beneficio de los saboteadores) o que revelan los resultados finales de conversaciones comerciales.
Lo que resulta claro en todos estos casos es que lo que está en juego es demasiado como para que simplemente quede a criterio de WikiLeaks y de los medios hacer las llamadas necesarias sin consultar a funcionarios relevantes. De manera sensata, funcionarios estadounidenses facilitaron esas consultas, con base en una actitud “sin prejuicios”, en algunos de los primeros casos de WikiLeaks.
Los casos más tramposos pertenecen a una tercera categoría: conversaciones privadas cuya divulgación puede causar ofensa, bochorno o tensión, pero sin ninguna justificación de política pública que resulte obvia y favorable. El problema no reside en que se digan cosas negativas detrás de puertas cerradas -como le respondió un líder a una Hillary Clinton que se deshacía en disculpas: “Debería oír lo que decimos de usted”-, sino en que se vuelvan de conocimiento público. Particularmente en Asia, la pérdida de prestigio significa mucho más de lo que alguna vez llegará a entender la mayoría de los occidentales.
Los gobiernos no deberían reaccionar de manera exagerada frente a este tipo de filtraciones. Dejan moretones y generan tensiones que tienden a minar la confianza y la franqueza con la que los individuos se interrelacionan, lo cual a veces puede impedir una efectiva toma de decisiones cooperativa. Pero la vida continúa, porque tiene que ser así.
Al mismo tiempo, estos tipos de revelaciones no deberían ser festejados de manera ingenua como si contribuyeran a un mejor gobierno. No lo hacen, y no lo harán, porque de alguna manera influirán al menos en lo que se escribe y circula, e inhiben así el libre intercambio de información dentro del gobierno. Las filtraciones de esta clase reforzarán las barreras burocráticas que se deben eliminar si queremos que la confección e implementación de políticas públicas sea efectiva en todas las áreas que requieren un aporte, una coordinación e información y análisis comunes entre departamentos y agencias.
Estas revelaciones también tienden a hacer que los gobiernos le den más valor a la información generada por un acopio de inteligencia encubierto, que en general es menos proclive a las filtraciones, pero que suele ser de mucho peor calidad -como yo mismo puedo corroborar, al haber sido alguna vez responsable de los principales servicios secretos de Australia-. También tiende a inhibir a los funcionarios -todos menos los más valientes tienden a inhibirse de todos modos- a la hora de formular críticas externas de políticas o personalidades gubernamentales que puedan llegar a los medios. Nada de esto mejora la creación de políticas.
Todos los que vemos la posibilidad de que las revelaciones de WikiLeaks provoquen más daños que beneficios, y nos negamos a sumarnos a los vítores a Assange y sus colegas, probablemente estemos intentando resistir a una marea inexorable. Sabemos que todos tendremos que acostumbrarnos a una mayor exposición y a sacarle el mejor partido, pero eso debería frenar el esfuerzo por trazar líneas donde realmente importan.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.