La primera gran baja de la crisis
Mientras se lanza una ofensiva para contener la crisis financiera, se desmonta el Estado de Bienestar. La sociedad y la dirigencia global deben una respuesta a quienes buscan una oportunidad
Primero fue el arco sur del Mediterráneo, donde las movilizaciones populares terminaron con los regímenes corruptos de Túnez y Egipto y erosionan las dictaduras de Libia y Siria. Luego se encendieron hogueras en Grecia; ahora, es el turno de Chile e Inglaterra, mientras un incendio sin llamas ni humo incinera bonos basura, agrieta los cimientos de la Unión Europea y consume la sagrada confiabilidad de los bonos del Tesoro de Estados Unidos.
De día en día se recogen de la escena internacional indicios de que la humanidad se aproxima al final de una era, pero no se percibe cómo será la siguiente. Sólo queda la esperanza de que sea menos injusta que la actual.
Suele decirse que en toda guerra, la primera baja es la verdad. Este conflicto parece tener un herido que difícilmente sobreviva: el Estado de Bienestar, atacado en nombre del saneamiento económico, el equilibrio presupuestario y la limitación del endeudamiento soberano a niveles razonables, en lo que puede tener de razonable una economía hegemonizada por una mezcla de la agrupación norteamericana Tea Party y el estatismo de emergencia.
El Estado de Bienestar creado por Otto von Bismarck garantizaba la protección de los segmentos más frágiles de la sociedad: la juventud y la ancianidad. A la primera, se le aseguraba libre acceso a la salud y a la educación; a la segunda, decorosos años crepusculares.
Ése es el Estado de Bienestar que se sacrifica ahora. Italia da un claro testimonio de lo que se entiende hoy por contención del gasto público: eliminó o amputó hasta los subsidios que se concedían a familias con discapacitados; los impuestos sobre ingresos familiares subirán entre 1.200 y 1.800 euros anuales y se eliminan o se revisan a la baja 438 desgravaciones y deducciones impositivas, la mayoría del Estado de Bienestar.
En tanto, se promete “libre acceso a las oportunidades”. Una fórmula vacía, por caso, para los jóvenes chilenos que ganaron la calle para reclamar libre acceso a la educación, cuyo arancelamiento es una sobrecarga insostenible para sus padres o una hipoteca sobre su futuro como egresados. Las llamaradas que los fines de semana devoran automóviles en Francia iluminan el drama de un sector de la juventud que padece la infamia de la discriminación racial porque, aunque franceses de nacimiento, son hijos de inmigrantes del norte de África que profesan una religión demonizada por la civilización occidental y cristiana. Reúnen, pues, las condiciones ideales para ser marginados de las fuerzas del trabajo y recibir feroces golpizas de las fuerzas policiales.
Hay 11 millones de desocupados en Estados Unidos, cinco millones en España, legiones de excluidos en los cuatro rumbos del planeta; todos cuentan, sin esperanza, días vacíos, años de crisis. La sociedad y la dirigencia política global les deben una respuesta.
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