El reciente debate entre el Congreso y el presidente es una confrontación al interior de la clase política norteamericana que contiene elementos económicos y políticos e involucra la gestión del gobierno y las obligaciones del Estado respecto a la promoción del bien común.
Por momentos la discusión parece surrealista porque se trata de dinero, algo de lo cual la economía norteamericana no carece, no sólo por la posibilidad de imprimir billetes sino por su capacidad para crear valores. En este caso no se trató del funcionamiento de la economía, sino de la solvencia del gobierno.
Por unas y otras razones, el tamaño de los gobiernos ha crecido y su funcionamiento se ha encarecido. Sin aludir ahora a la burocracia que en todas partes es preciso podar, a la corrupción, la dilapidación y la ostentación, los gastos injustificados en eventos inútiles, formalidades y ceremoniales, la generosidad a cuenta del erario público y a otros vicios asociados al poder; es preciso admitir que lo mismo que todo lo demás, la gestión gubernamental es más cara.
Aunque sin justificaciones, crecen los gastos militares; el auge del terrorismo, el narcotráfico y el crimen organizado han disparado los costos de la seguridad y creado el pretexto para que algunos gobiernos gasten tanto en vigilar a sus ciudadanos como en protegerlos; se encarece la asistencia social y los servicios de salud y educación cuestan cada día más. Las administraciones necesitan más dinero para cubrir los costos de su gestión, para lo cual no tienen otra alternativa que aumentar los impuestos.
Con razón y sin ella, las sociedades se resisten a pagar más impuestos y la evasión fiscal se vuelve el delito más extendido. Todos quieren gobiernos eficientes y baratos, políticas públicas generosas y pocos impuestos. Las administraciones se vuelven impopulares, la oposición se solaza y la demagogia alcanza cotas muy altas. Al cabo habrá cambios y quienes critican hoy, justificaran mañana, los que practican la “oposición de oficio” continuaran su erosiva labor y la historia continuará su curso. No es posible cuadrar el círculo.
Superado el trauma del incremento de los precios del petróleo en los setenta; en los años ochenta, Estados Unidos registró déficits moderados y en los noventa equilibró el presupuesto federal. Al abandonar la presidencia en enero de 2001 Bill Clinton dejó en las arcas un superávit de 559 000 millones de dólares.
A la errada política económica de George W. Bush, se sumaron los sucesos del 11/S y la guerra contra el terrorismo, que dispararon los gastos. Pronto el superávit se convirtió en un déficit de 5.8 billones de dólares. En 2007 el desbalance ascendía a 9 billones y al final del mandato de Bush había llegado a 10 billones de dólares; la herencia incluyó dos guerras en progreso.
Cuando se apostaba a si Barack Obama podría o no lidiar con un endeudamiento semejante, como parte de la crisis económica heredada de Bush, se precipitó una catastrófica oleada de quiebras y caos financiero que obligaron al flamante presidente a usar gigantescas sumas de dinero del Estado para salvar de la ruina al sistema financiero norteamericano, la industria automovilística y varios grandes bancos. Todo ello aumentó el gasto público.
Con el fin de obtener dinero sin aumentar los impuestos, Estados Unidos ha intensificado la práctica de emitir y colocar en el mercado “Bonos del Tesoro”, que son títulos de deuda por las cuales el Estado Norteamericano paga intereses. Estos bonos forman parte de la deuda soberana que con tales prácticas crece incesantemente.
Para impedir que la deuda rebase la capacidad de pago del país, el Congreso ha establecido la regla de que su monto no puede ser mayor que el del Producto Bruto Interno (PIB). Al no aclararse que semejante relación es simplemente un marcador, se crea la falsa percepción de que las deudas soberanas, se pagan con el PIB, cosa que no es así.
El PIB mide el desempeño de la economía mediante una suma del valor de todos los bienes y servicios producidos en un año. El PIB no es dinero del gobierno ni que el gobierno pueda utilizar para pagar sus deudas. La confusión se hace mayor al omitir el hecho de que la deuda pública es un monto acumulado, mientras el PIB es un ingreso que se genera cada año. Las deudas de un año se suman a las de los anteriores, el PIB no.
En cualquier caso lo significativo del debate es que no se aumentaron los impuestos a los ricos ni a las empresas petroleras, como proponía el presidente ni se redujeron los gastos militares. Para complacer a los republicanos se decidió ahorrar a cuenta de reducir programas sociales que benefician a los más vulnerables.
Es difícil saber ahora si ganó el partido Republicano, que fue consecuente con su compromiso de proteger a los ricos o el Demócrata, que puso a sus adversarios en evidencia. Lo que es incuestionable es que perdió la clase media y el americano de a pie. Unos y otros han realizado su apuesta de cara a las elecciones del 2012. Allá nos vemos.
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