El desinfle de la esperanza que llevó a millones de norteamericanos a votar hace tres años por Barack Obama para la Presidencia de los Estados Unidos, es descomunal. La frustración crece a tal velocidad que el péndulo está ahora a favor de la línea ultra conservadora. Las promesas de ese Obama fresco que hipnotizó al mundo con su sex appeal hasta llevarlo a ganar el Premio Nobel de paz, cuando apenas era una posibilidad, parecen haber quedado sepultadas por el pragmatismo que mata toda ilusión. Obama está ahora empeñado en una reelección que no se merece y está, como todo político, dispuesto a traicionarlo todo, impulsado por la pulsión de ganar a cualquier precio.
Atrás quedó aquel 5 de noviembre de 2008. Imágenes y recuerdos de aquella fiesta de los jóvenes, cuando centenares de ellos se fundieron en abrazos y alegría, haciendo suya la victoria de Barack Obama: el amanecer de un nuevo porvenir. Centenares de estudiantes de la Universidad de Georgetown se reunieron con las banderas, las pancartas y los afiches con los que habían invitado a votar por el cambio, frente a la Casa Blanca a celebrar la victoria.
Una generación nueva había hablado en las urnas, una generación decidida a dejar atrás la era en la que crecieron hija de la llamada revolución de Reagan: la era de la desregulación, del imperio del libre mercado, de la acumulación de más riqueza entre quienes ya eran ricos, de la indiferencia frente a los más pobres y a la acelerada precarización de las clases medias; la era de la entronización del éxito económico, la codicia y la ambición como los nuevos ídolos sociales. Millones de muchachos que exigían la promesa incumplida de retirarse de la guerra, de traer de regreso a casa a los miles los solados que están librando una guerra que no es la suya.
Estaban decididos a expulsar de su imaginario los demonios del miedo porque no creen en las guerras, pero contario a lo prometido, Obama se embarcó en dos nuevos conflictos internacionales.
Hace tres años los jóvenes que se iniciaban en la democracia, votaron por la esperanza. Por la promesa de unos Estados Unidos unidos por encima de las razas, de los colores partidistas, respetuoso de la diversidad, en donde el trabajo honrado volviera a ser el motor del progreso individual y colectivo, sin privilegiar a los sectores financieros, a la ética del individualismo. Un país dispuesto a sanar heridas, a sepultar el cinismo como norma de conducta, donde el respeto a los demás países se imponga sobre la arrogancia de la fuerza y la confrontación. La esperanza de ese nuevo país sintonizó a Barack Obama con un país adormecido.
La frustración no sólo acompaña a los norteamericanos, nos cobija a muchos y nos despierta rabia. Da rabia verlo tranzando, acobardado frente al poder de Wallstreet y las élites israelíes que siguen marcando la pauta en las relaciones con el mundo árabe, incapaz de jugársela frente a una ley que haga justicia con los millones de emigrantes no sólo latinoamericanos; débil frente a unos republicanos y unos ultraconservadores que traicionan los ideales de su propio país por sus luchas partidistas. Da rabia porque en algún momento mostró una grandeza que se ha ido desdibujado en pequeñez humana.
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