When the State Kills

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A Troy Anthony Davis lo trajeron al mundo Joseph, un veterano de la guerra de Korea, y Virginia, una empleada sanitaria, el 9 de octubre de 1968. El pasado miércoles, 42 años después, exactamente a las 11.08 local, el Estado de Georgia lo mató.

A pesar de las peticiones de revisión de su caso, avaladas por más de un millón de firmas y solicitadas por personas tan influyentes y heterogéneas como el Papa Benedicto XVI, el expresidente Jimmy Carter, el Premio Nobel de la Paz Desmond Tutu, o el rapero M1, todos los organismos judiciales y políticos estadounidenses ignoraron las peticiones de clemencia.

Troy Davis. | AFP

Troy Davis. | AFP

El Tribunal Supremo de Estados Unidos llegó a aplazar la ejecución unas horas, renovando la esperanza a los miles de simpatizantes del convicto en todo el mundo, que lucharon hasta el último segundo por su vida.

Pero finalmente, a las 22.53 de una noche que tal vez se convierta en trascendental para el futuro de la pena capital en EE.UU., un empleado de la cárcel de Jackson, en el Estado sureño de Georgia, inyectó al reo una sustancia que lo mató en quince minutos para convertirlo, al mismo tiempo, en el nuevo símbolo de la lucha contra la pena de muerte en Estados Unidos.

A Davis, que era negro, lo acusaron de haber matado al agente Mark McPhail, que era blanco, el 18 de agosto de 1989. Dos años después, en un juicio plagado de irregularidades, se le sentenció a morir. En los veinte años que pasó entre rejas, siempre sostuvo su inocencia. De hecho, lo hizo hasta en sus últimas palabras, dirigidas a la madre y a la mujer del policía: “Siento su pérdida. No tenía una pistola. No soy responsable de la muerte de su hijo, de su marido. Yo no lo hice”.

Y es que, probablemente, no lo hizo. Lo único que parece seguro es que no hay suficiente evidencia de que él fuera el asesino.

Primero, porque nunca se encontró el arma que fue utilizada para disparar a McPhail. Segundo, porque la culpabilidad de Davis se basó fundamentalmente en varios testigos oculares, varios de los cuales cambiaron su declaración de culpabilidad posteriormente. Y tercero, porque las contradicciones de uno de esos testigos, Sylvester Coles, invitan a pensar, señala la defensa, que él había sido, posiblemente, el verdadero homicida.

En cualquier caso, existía una duda más que razonable de que Davis hubiera efectivamente asesinado al joven de 27 años que, cuando fue tiroteado, trabajaba como agente de seguridad en un Burguer King.

¿Qué ética prevalece?

Al menos, la duda parecía suficiente para celebrar un nuevo juicio. Sin embargo, ni el gobernador de Georgia, Nathan Deal, ni la Junta de Perdones y Libertad Condicional de Georgia, ni tampoco los jueces de ese estado, primero, ni los del Supremo, después, quisieron exigirlo. Tampoco Obama.

En un país en el que el 64 por ciento de la población apoya la pena de muerte, y con el proceso electoral a la vuelta de la esquina, oponerse a la ejecución de Davis tal vez no constituía un ejercicio de aquello que resulta políticamente correcto.

La actitud de la familia de McPhail también pesó en el desenlace de este caso. Pocas horas antes del final plazo para la ejecución, cuando la presión internacional era tan enérgica que existían posibilidades de que se produjera su suspensión, la mujer de McPhail, Joan, apoyó la ejecución porque ese era “su castigo”. Anneliese, la madre del agente, exigió igualmente la muerte de Davis porque eso le daría “algo de paz”. Ambas presenciaron el último cuarto de hora del reo en primera fila.

Aún quedan 3.251 reclusos “en el corredor de la muerte” norteamericano. Si nada ni nadie lo impide, como es previsible, serán, también asesinados paulatina y legalmente en los próximos meses. Cabría preguntarse: ¿Qué tipo de ética prevalece en el mundo cuando el país que aún lo rige, la gran y única superpotencia, ajusticia ordenada, pausadamente, a sus convictos, incluso -como en el caso de Troy Davis- sin certezas?

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