Barack Obama no tiene aún enfrente ningún rival con credibilidad suficiente para ser presidente. De momento está corriendo contra sí mismo, mejor dicho, contra la expectación que su elección había despertado y contra la promesa de cambio que su campaña había alimentado. Y está perdiendo esa carrera. En una encuesta, ayer, Obama aventajaba por solo cinco puntos a Herman Cain. No importa que nadie sepa quién es Herman Cain. Dejemos en blanco el espacio de su contrincante republicano y el resultado sería similar.
¿Qué está pasando? ¿Cómo resolverlo? Ante la dificultad de responder a estas preguntas, los estrategas de la Casa Blanca, confiados en el principio de que la mejor defensa es un buen ataque, han lanzado al presidente a una precipitada campaña electoral en la que se trata de recuperar sus señas de identidad y las de su partido. Obama ha emprendido una ofensiva para marcar por fin distancias con los republicanos, recuperar el aprecio de la izquierda y animar a sus decepcionados seguidores a volver a las urnas con la esperanza del “Yes, we can… again”.
El presidente apenas sobrepasa el 40% de respaldo en los sondeos
La semana pasada en Cincinnati se declaró “un luchador por la clase media”. Unos días más tarde, ante el Caucus negro del Congreso, cambió esa definición por la de “combatiente por los trabajadores”. Esta semana, en California, ante la intervención de uno de los triunfadores de Silicon Valley que le pedía, por favor, que le subiera los impuestos, Obama reemprendió su batalla para aumentar la presión fiscal a los ricos. Ha atacado sin contemplaciones a Rick Perry, a John Boehner y a Mitch Mcconnell, los principales dirigentes republicanos. Ha recordado el peligro del cambio climático, ha defendido a los soldados homosexuales y ha respaldado la legalización de los trabajadores indocumentados.
En dos semanas, Obama apenas ha parado un par de días en la Casa Blanca. Ha visitado seis Estados, ha participado en otras tantas cenas de recaudación de fondos y ha pronunciado una docena de mítines. En algunos de ellos, felizmente, ha vuelto a escuchar la frase: “Te queremos, Obama”.
“El presidente está satisfecho de la dirección que hemos emprendido”, decía recientemente en la cadena CNN su principal consejero político, David Plouffe.
Obama, atrapado entre la crisis y Barack
La dirección emprendida está obligada por un descenso de la popularidad de un presidente que hoy apenas sobrepasa el 40% de respaldo en las encuestas y cuya gestión, a falta de poco más de un año de mandato, se aproxima más al fracaso que al éxito. Gran parte de la culpa hay que achacarla a una crisis económica más grave de lo que parecía hace dos años, que mantiene el desempleo en el 9,1%. Pero otra parte de la responsabilidad hay que atribuírsela al propio Obama, que ha sido incapaz de definir un modelo claro de presidencia. Para los ciudadanos, su persona ha resultado lejana, y su gestión, confusa. Su obsesión en gobernar por consenso ha acabado diluyendo sus propias creencias y desmoralizando a su partido sin encontrar el menor cariño del otro bando.
Obama ha visitado seis Estados y pronunciado una docena de discursos en dos semanas
“Compramos la basura republicana sobre la austeridad sin que nadie defienda los puntos de vista demócratas”, se ha quejado James Carville, el director de la campaña de Bill Clinton y autor de la famosa frase “Es la economía, estúpido”. Carville ha sido uno de los demócratas que con más energía ha dado el grito de socorro, al advertir que Obama debería de estar en estado de pánico sobre su reelección y despedir de inmediato a la mayor parte de sus colaboradores. Aunque él lo negó, todo el mundo entendió que Carville se estaba refiriendo particularmente a William Daley, el jefe de Gabinete del presidente, y principal responsable de impulsar su agenda legislativa.
A Daley se le considera el autor de la estrategia de buscar el pacto con los republicanos, que, aunque no ha funcionado, era la única vía para gobernar en la realidad resultante de las elecciones legislativas de 2010.
Gobernar parece ya, sin embargo, una tarea secundaria. La influencia de Plouffe se va imponiendo a la de Daley, y el presidente entra cada día más en el modo candidato. Su última gran iniciativa legislativa, la propuesta de un plan de 450.000 millones de dólares para estimular el crecimiento y combatir el paro se ha estrellado de nuevo con la oposición conservadora, que rechaza nuevas inversiones públicas y se niega a financiarla con el aumento de los impuestos a los ricos.
Obama ha hecho de la defensa de esta ley su mejor argumento electoral. La explica en los mítines y pide el apoyo para ella con una energía que nunca había demostrado hasta ahora. Esta ley es hoy causa y la principal arma de su última ofensiva.
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