Estados Unidos mantiene pésimas relaciones con Irán desde hace muchos años, centradas ahora en yugular las ambiciones nucleares de los ayatolás. Pero hasta ahora no había acusado a Teherán de organizar un complot terrorista en su propio suelo, como sucedió la semana pasada cuando el presidente Obama culpó al régimen iraní de orquestar el asesinato del embajador saudí en Washington, a través de un supuesto sicario mexicano vinculado al narcotráfico. Según el Departamento de Justicia, la conjura habría sido organizada por la Fuerza Jerusalén (Al Quds), una unidad secreta y de élite de los Guardias Revolucionarios, encargada básicamente de operaciones internacionales.
Es cierto que el histórico antagonismo entre Riad y Teherán -enfrentados por sus diferencias religiosas y su afán de influir decisivamente en el mundo musulmán- se ha acentuado en los últimos meses. Las revueltas árabes han puesto a ambas potencias regionales en la tesitura de sacar el mayor partido posible entre sus regímenes clientes. Se trate de Siria, por parte iraní, o de Bahrein o Yemen, en el caso saudí, entre otros. Pero esta rivalidad no parece móvil suficiente para explicar una acción tan espectacular como el pretendido asesinato del embajador saudí en Estados Unidos, que suscitaría inmediatas y contundentes represalias. En un momento en que Irán, sometido a un intenso escrutinio internacional por su desafío atómico, intenta además amortiguar el revés que para sus intereses estratégicos supone la incipiente democratización del norte de África y Oriente Próximo.
Los numerosos interrogantes del caso exigen sobre todo cautela. Washington y sus aliados cometerían un grave error si avanzaran en su castigo contra Irán sin haberlos sustanciado públicamente. Las medidas adoptadas hasta ahora -sanciones contra individuos, cinco personas en total- parecen las únicas razonables en tan nebuloso asunto.
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