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Ala Oeste
Una visión más cercana de la política de EE UU y del trabajo de sus principales responsables, con relatos, lecturas y anécdotas que ayuden a entenderla mejor.
Debates made in USA
Por: Antonio Caño | 07 de noviembre de 2011
Los debates electorales son una aportación americana a la cultura política como la hamburguesa es a la gastronomía y el pantalón vaquero a la moda. Tienen en común que son prácticos, baratos y de gran rentabilidad. Hoy casi ya no se conciben unas elecciones verdaderamente democráticas sin un debate de sus principales candidatos en la televisión: le permite a los votantes comparar, es una oportunidad para sacar a los políticos de su guión y, de paso, contribuye a aumentar la audencia de los canales porque suelen ser espectáculos de interés, aunque no necesariamente divertidos. Algunos detractores se quejan de que sirven para elegir al personaje más telegénico, no al mejor político. Pero no se ha inventado un mecanismo más eficaz para que millones de ciudadanos puedan conocer a aquellos entre los que tienen que decidirse
En Estados Unidos, los debates han entrado en una fase de cierto declive. Se ha abusado tanto de este recurso que está perdiendo su relevancia. Los candidatos han descubierto mañas para burlar la presión de sus oponentes sin descubrir sus debilidades, y el público han comenzado a aburrirse ante la reiteración de frases ensayadas y discursos manidos. Pese a todo, seguro que los debates serán importantes para elegir a un presidente en 2012. Los aspirantes republicanos llevan celebrados ya nueve desde esta primavera, el último en Las Vegas, y están programados otros ocho ante de que se celebran los caucus de Iowa a comienzos de enero. Varios más tendrán lugar a lo largo del año próximo, y al menos tres sostendrán entre Obama y quien resulte finalmente elegido como el candidato presidencial de la oposición. Pase lo que pase a lo largo de la campaña, esos debates pueden significar la resurrección o el hundimiento de cualquiera de sus participantes. Rick Perry, el gobernador de Texas, ha visto desplomarse sus aspiraciones por sus pésimas condiciones como polemista, mientras que, en el caso de Herman Cain, su estilo sencillo y directo en los debates convirtió en un serio contendiente a quien era un desconocido destinado a hacer bulto.
Los debates forman parte de la política norteamericana desde el siglo XIX e, inicialmente en su versión radiofónica, han sido un elemento de la campañas presidenciales durante casi todo el siglo pasado. Pero fue en la campaña de 1960, con la primera aparición de la televisión, donde ese instrumento alcanzó la influencia gigantesca que ha tenido hasta la fecha. Es imposible separar la victoria electoral de John Kennedy sobre Richard Nixon de su triunfo anterior en el célebre debate en el que el senador demócrata apareció joven y optimista, mientras que el vicepresidente republicano, varonilmente contrario al maquillaje, se vio perjudicado por la imagen sombría que le confirió su mal afeitado, aquella famosa sombra de la cinco de la tarde. Kennedy y Nixon celebraron ese año un total de cuatro debates, pero Nixon nunca pudo recuperarse del Waterloo sufrido en el primero.
Los efectos letales de ese debate y una serie de dificultades legales impidieron que hubiera otros hasta 1976. Se conservan en la memoria política del país muchos grandes momentos vividos en debates electorales. Como aquel en el que Ronald Reagan, en 1980, para hacer explícito el fracaso de la gestión de su contrincante, Jimmy Carter, pidió al público preguntarse si estaban en ese momento mejor o peor que cuatro años antes, u otro del mismo presidente -al fn y al cabo, un actor de profesión-, en 1984, cuando, para frivolizar sobre el problema de su edad -tenía ya 73 años- dijo que no pensaba utilizar electoralmente la juventud y falta de experiencia de su rival, Walter Mondale. Michael Dukakis perdió todas sus opciones en un debate frente a George Bush, en 1988, al titubear en un pregunta sobre si aceptaría la pena de muerte contra una persona que hubiera violado y matado a su esposa.
Es posible sobrevivir a un mal debate, siempre que el fracaso no sea estrepitoso. Barack Obama fue derrotado en casi todos sus debates contra Hillary Clinton en 2008, pero en ninguno de ellos cometió errores irreparables. Posteriormente, ganó de forma ajustada sus duelos con John McCain, que no perdió las elecciones por sus actuaciones en los debates, pero que tampoco los aprovechó para reducir la ventaja que su contrincante había tomado.
En los últimos años, los debates se han profesionalizado tanto que han perdido gran parte del valor que tuvieron en un principio. Los famosos siete debates entre Abraham Lincoln y Stephen Douglas por un puesto en el Senado en 1858 se celebraron sin moderador. En 1960, como cuenta Chris Mathews en su libro Jack Kennedy, los trucos eran tan rudimentarios como el de bajar el aire acondicionado de la sala para que Nixon sudase. Ahora, los candidatos entrenan durante horas todas las situaciones que pueden encontrarse en un debate, y es muy difícil, por sagaces que sean los moderadores, agarrar a los candidatos en un traspiés.
Recientemente, se ha puesto de moda incorporar a los debates las preguntas que formulan los ciudadanos a través de Internet. También son frecuentes los casos es los que se permite intervenir, previo acuerdo, al público que acude al espectáculo. Pero nada sustituye al papel de los moderadores y conductores, que en EE UU lo han cumplido los más grandes periodistas del país, desde Walter Cronkite a Brian Williams.
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