The Forest and the Trees

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A los ocupantes de Zuccotti Park se los acusa de incoherentes y desprogramados. Los cientos de manifestantes que desde hace unas semanas acampan en un sector público de Wall Street no se ponen de acuerdo sobre qué exactamente les molesta del estado actual de cosas.

Hace poco me acerqué al lugar de las protestas y el grupo es, sin duda, muy variado. Hay desde desempleados y estudiantes hasta amas de casa y artistas, pasando por sindicalistas, empleados públicos y roqueros envejecidos. La verdad es que es fácil mirar con condescendencia esa mezcolanza, entre otras cosas porque el descontento es tan amplio y, por lo tanto, tan indefinido, que no parece real.

Pero es real. Los manifestantes de Zuccotti Park y los de otras ciudades en donde se están reproduciendo las protestas, se sienten engañados porque el sistema no les está dando todos los beneficios a los que creen tener derecho y su sueño americano no ha pasado de ser un simple sueño.

Tienen razón los que protestan cuando señalan la avaricia de los banqueros -y de la élite en general- como uno de los motivos de la crisis económica. La Oficina de Presupuesto del Congreso norteamericano acaba de publicar un reporte en el que confirma que, en las últimas tres décadas, los ingresos de la franja más rica de la población crecieron a un ritmo acelerado. Los ricos se volvieron más ricos. En contraste, los ingresos de los que se encuentran en el punto más bajo del espectro avanzaron a paso de tortuga.

Tienen razón también cuando se quejan de que no ha habido sanciones evidentes para los protagonistas de la debacle financiera que se desencadenó. O cuando señalan que el Gobierno no está creando el número de empleos necesarios, ni haciendo lo suficiente para que los beneficios de la educación de buena calidad se extiendan a toda la población.

Todo eso es legítimo, pero las fuerzas que están en juego son mucho más grandes y a los que protestan en Zuccotti Park parece que el árbol no les deja ver el bosque. Los dolores que atraviesa EE. UU. son el resultado de un cambio en el paradigma que ha imperado durante casi todo el último siglo y que nos hizo creer que la prosperidad disfrutada por la mayoría de los estadounidenses nunca tendría fin.

Desde mi perspectiva, observo una sociedad autocomplaciente, en la que los derechos individuales parecen haberse vuelto más importantes que los deberes. Y las señales de esa distorsión están por todas partes. Por ejemplo, en la actitud displicente de muchos empleados, que no parecen tomar nota de que la tasa de desocupación es del 9 por ciento. O en el consumo y el desperdicio excesivos. Para no hablar de la falta de conciencia ambiental o de las dimensiones corporales de millones de personas.

A mi modo de ver, el rezago económico de EE. UU. no es producto de una coyuntura ni puede se remediado con directivas presidenciales. Somos testigos de un cambio de marchas, en el que las economías emergentes (especialmente en Asia) están reclamando lo que les corresponde y cuentan con una población trabajadora, ambiciosa y cada vez más educada para conseguirlo.

Un columnista del periódico The New York Times relataba esta semana el caso de una niña vietnamita que conoció, que se levanta a las 3 de la mañana para repasar sus libros antes de caminar dos horas a la escuela más cercana. Estoy segura de que ella no es la excepción.

No estoy sugiriendo que a los norteamericanos solo les quede resignarse a ver cómo su estilo de vida se va por el desagüe, ni que el curso de la historia no pueda ser cambiado. Pero lamentarse por lo que fue y ya no es, como lo hace la masa en Zuccotti Park, no va a servir de nada. Como en el famoso discurso de Kennedy, más les serviría preguntarse qué es lo que ellos pueden hacer por su país.

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