El pasado martes, al emitir su tercer discurso sobre el estado de la Unión, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, definió lo que parece ser el eje principal de su propuesta política en búsqueda de la relección: la promesa de una economía que funcione para todos”; que promueva mayor “igualdad” y justicia social, y en la que se deje de “subsidiar a los millonarios”.
La alocución presidencial –que marca, para todos los efectos prácticos, el punto de arranque de la campaña presidencial en ese país– dio pie a una nueva oleada de críticas del Partido Republicano al actual mandatario: ayer, al expresar la postura oficial de ese partido en torno al discurso, el gobernador de Indiana, Mitch Daniels, sostuvo que las políticas de Obama relacionadas con el sector financiero han provocado que la crisis fiscal estadunidense sea “radicalmente peor”.
Por su parte, el aspirante presidencial Mitt Romney calificó a Obama de “un presidente alejado de la realidad y alejado de la gente y de sus propias palabras” y dijo que “sus acciones son tan diferentes a lo que dice, que la gente está sorprendida y conmocionada”.
Sin dejar de mencionar la doble moral característica de la oposición republicana –pues su intransigencia legislativa y sus empeños por frustrar todas y cada una de las propuestas de Obama han sido un lastre para la reactivación de la economía de ese país–, no puede soslayarse que las críticas formuladas al actual mandatario son, en lo esencial, contundentes y acertadas, y que constituyen un indicador más de la debilidad política del actual mandatario.
En efecto, no puede olvidarse que Barack Obama dispuso, durante los primeros dos años de su mandato, de la fuerza legislativa y del capital político necesarios para echar a andar los cambios prometidos en su primera campaña presidencial –entre los que se incluía la promesa de una reforma al sector financiero y un rediseño del inequitativo régimen fiscal estadunidense– y que incluso ahora cuenta con potestades administrativas para emprender la necesaria reactivación económica de ese país. Sin embargo, ya sea por falta de voluntad, por cálculo político o por presiones de los poderes fácticos, la actual administración quedó atrapada, desde su inicio, en una maraña de intereses políticos y corporativos, y ha sido incapaz de realizar las transformaciones que el país requiere con urgencia en diversos ámbitos, empezando por el económico y el social.
Hoy, a menos de un año de que concluya el periodo presidencial de Obama, el poder político en Washington sigue siendo, en lo general, idéntico a lo que fue en pasadas administraciones: un mecanismo orientado a aceitar negocios privados, no a procurar el bienestar de las personas. Para colmo, la reactivación económica prometida por el primer afroestadunidense que ocupa la Casa Blanca se tambalea ante los indicios de una nueva recesión.
Así, que Obama retome como promesas de campaña los principios que debieron haber regido su administración, lejos de ser muestra de claridad y visión de Estado, es un indicador de la falta de rumbo, la tibieza y la indefinición que han caracterizado a su gobierno. En tal circunstancia, parece difícil que el todavía presidente logre entusiasmar electoralmente a los núcleos más desprotegidos de la población de ese país –cuyas condiciones no han mejorado en el pasado trienio–, y a los sectores progresistas y lúcidos de la sociedad estadunidense que le otorgaron un triunfo electoral histórico en noviembre de 2008.
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