The Truman Doctrine and the Obama Doctrine

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El presidente Truman anunciaba en febrero de 1947 un nuevo y radical planteamiento de la política exterior norteamericana, la doctrina Truman, que, esencialmente, ponía una de las primeras piedras para hacer de Europa el escenario central de la Guerra Fría, y duró con altibajos hasta la extinción de la URSS en 1989-91. En diciembre pasado, el presidente Obama hacía otro anuncio, de alcance intencionalmente similar, en el que reenfocaba los intereses básicos de Washington hacia Asia-Pacífico. Pero allí -como ocurría con Moscú en los años cuarenta- se aloja un titular interesado: Pekín.

Las relaciones entre China y Estados Unidos han sido históricamente complejas. El politólogo norteamericano Immanuel Wallerstein se pregunta si hay que considerar la presente y vertiginosa escalada del que fue Imperio del Centro como novedad o continuidad. Si se entiende la dominación de Occidente, que comenzó con la Revolución Industrial a fin del siglo XVIII, como un derecho patrimonial, sería lo primero; y si se piensa que Pekín apenas se ha ausentado 200 años de la gran geopolítica mundial, lo segundo. El protestantismo norteamericano de clase media no ha enviado más misioneros a ningún otro país, especialmente en el siglo XIX, y la opinión culta norteamericana siempre ha sentido un gran respeto por la civilización china, lo que puede llegar hasta la extravagancia en la obra de Henry Kissinger On China, donde en cada mohín de un Mao enfermo veía un designio milenario. Y todo ello explica la polémica desatada en Estados Unidos en los años cincuenta sobre quién perdió China,con Washington de accionista mayoritario del régimen de Chiang Kaichek, derrotado por el líder comunista en 1949. En el tiempo, sobre todo el periodo de entreguerras, en que las potencias movían los hilos a través de las llamadas concesiones, aunque nunca colonizaran materialmente el país, Estados Unidos ejerció una influencia vagamente moderadora, que puede haber dejado algún recuerdo positivo, por lo que, quizá, Pekín jamás ha vetado una resolución introducida por Estados Unidos en la ONU. Pero es imposible que la declaración de Obama haya sentado bien en la Ciudad Prohibida, que aspira a hacer de esa parte del mundo su patio trasero.

Los lazos económicos de China con Occidente son cada día más intensos, de lo que se deducen tanto oportunidades como riesgos. El imperio-que-vuelve atesora reservas por valor de 2.500 billones -“bi” no “mi”- de euros; ha creado un fondo a petición del FMI de unos 150.000 millones de euros para inversiones en Europa y Estados Unidos; y el propio Fondo calcula que para 2016 el PIB chino será el mayor del mundo en poder adquisitivo, aunque el país colee el 101 en la clasificación de Desarrollo Humano de la ONU. Los desacuerdos con Estados Unidos florecen a la misma velocidad que el apetito tecnológico de Pekín, como ocurre con la utilización de energías renovables; o la eterna pretensión occidental de que se revalúe el yuan, especialmente ahora cuando China y Japón acaban de acordar que su comercio bilateral se haga en las monedas respectivas, sin tocar dólar o euro. Pero Washington necesita a Pekín para que atraílle a Pyongyang, y aún más hoy con el tercer Kim, del que no se conoce ni lo que por su juventud ignora, mientras confía en que Japón y China nunca puedan olvidar la violación de Nankín, o la atroz represión nipona en la conquista de Shanghai, poco antes del estallido de la II Guerra.

No hay motivo para que Obama quiera reeditar el containment antisoviético, que fraguó intelectualmente George F. Kennan, aunque luego se arrepintiera. El presidente norteamericano sale de una guerra en Irak, que aún no se sabe quién ha ganado, pero sí que es seguro que Estados Unidos ha perdido; y, próximamente, de un Afganistán donde la prognosis no puede competir con el reiterado anuncio de éxitos militares sobre el terreno; sabe asimismo que su mandato está llamado a recortar compromisos exteriores y concentrarse en la reconstrucción interior contra la crisis, para todo lo que precisará de ese segundo mandato que los republicanos parecen empeñados en concederle, con su búsqueda de un candidato más allá de lo excéntrico. Pero un elemento de containmentes inevitable que se dé en cualquier gesto de la gran potencia norteamericana, por lo que la lectura -que Obama nunca hará- de la obra de Josep Fontana, Por el bien del Imperio, antología del error que enfrió una paz para llamarla guerra, le resultaría indudablemente de provecho.

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