Xi and Obama Size Each Other Up

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Xi Jinping gira esta semana visita oficial a Estados Unidos. El actual vicepresidente chino accederá este año, con toda probabilidad, a la secretaría general del Partido Comunista Chino. Y en el 2013 será presidente y máxima autoridad del gigante asiático, durante un periodo que puede prolongarse hasta el 2022. A su vez, el presidente norteamericano, Barack Obama, aspira a lograr un segundo mandato en los comicios de noviembre, y dada la incipiente recuperación económica y la ausencia de un claro rival republicano, bien podría ser que siguiera en la Casa Blanca otro cuatrienio, hasta el 2017.

Ante esta perspectiva, Xi viaja por EE.UU. con el ánimo de tantear al que se perfila como su interlocutor más prominente en la escena internacional. Y Obama le recibe con el mismo propósito. En sus declaraciones tras los primeros contactos, ambos han marcado posiciones, aun a riesgo de incomodarse, siquiera levemente. Pero dada la naturaleza de esta visita, la prudencia y la cordialidad están siendo sus notas dominantes.

Sin embargo, ambos dirigentes afrontan una compleja tarea común, cuyo objetivo es mejorar las relaciones bilaterales y, así, contribuir a la estabilidad global. Calificamos de ímproba dicha tarea atendiendo a la variedad de los desacuerdos y a la desconfianza que ambos dirigentes deben superar. Porque tanto EE.UU., en su calidad de potencia militar, como China, en su calidad de potencia económica, tienen visiones divergentes y alientan una incompatible vocación hegemónica.

En el terreno geoestratégico, las espaldas están en alto. Nadie quiere ni oír hablar de una guerra fría sino-americana, pero hace tiempo que Washington estrecha relaciones con aliados del Pacífico como Japón, Taiwán, Australia, Filipinas o Singapur. Y el propio Obama recalcó recientemente que su país consideraba el Pacífico como un área de influencia especial, lo que despertó los previsibles recelos en Pekín.

También en el terreno económico las espadas están en alto. Es cierto que la condición de China como primer poseedor de deuda de EE.UU. anuda la suerte de ambas economías. Pero también lo es que sus relaciones son desequilibradas: la común balanza comercial es favorable, en una proporción de cuatro a uno, a China. Lo cual lleva a EE.UU. a exigir a China, con creciente firmeza, que acelere la devaluación del yuan, que renuncie a la piratería industrial y, en suma, que actúe con fair play económico. En este marco, no es de extrañar que Obama, al presentar el lunes su política presupuestaria, reclamara más inversiones en infraestructuras, educación o industria, y anunciara más impuestos a los ricos, a fin de engrasar la economía interior y, de este modo, reducir la dependencia exterior.

Abundan, por último, desacuerdos en política internacional –China acaba de vetar la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Siria–. Y, en lo que ya es un clásico del diálogo de sordos, Washington exige a Pekín mayor respeto a los derechos humanos.

Anotadas tantas diferencias internacionales, y por paradójico que parezca, Xi y Obama afrontan esta visita pensando en la política nacional. A su término, Xi debe poder acreditar en casa habilidad para sacar nuevos réditos de su relación con EE.UU. Y Obama, de su relación con China. Por ello, y pese a las divergencias que tarde o temprano pueden conducir a fricciones mayores, es probable que ahora prevalezcan las llamadas al respeto mutuo, el diálogo y la cooperación.

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