The recent slaughter of Afghan civilians by a U.S. soldier might accelerate the Washington’s withdrawal plans. Without trained local troops, that could mean civil war.
In Oct. 2002, the rookie senator from Chicago, Barack Obama, explained his opposition to the U.S. presence in Iraq and his support for the combat in Afghanistan. The little-known politician called the first war "dumb” and expressed support for the “fight with Bin Laden and al-Qaeda.”
Almost a decade later, the present occupant of the White House inherited two open powder kegs and in just over three years in the government, he has tried to close them. In June of last year, after the death of Osama Bin Laden, President Obama announced the withdrawal of the troops from Afghan territory by late 2014.
This is how Washington, along with other members of NATO, puts an end to more than ten years of failed military invasion of that central Asian nation. Also, the training of local forces as peace negotiators with the enemy, the Taliban guerrillas, contributes to a more dignified exit for the United States.
This is the road map that has been hit by recent scandals involving U.S. soldiers. In January of this year, a video surfaced in which soldiers in the north urinate on the bodies of Taliban killed in combat. Three weeks ago, word spread that copies of the Koran, the sacred book of Muslims, were burned by mistake in a military base in Bagram.
Some thirty Afghans died in the riots that followed that offense against Islam. But the worst came last weekend, when a U.S. Army sergeant killed 16 Afghans as they slept in their homes for no reason, including nine children. The senseless slaughter not only complicates Washington’s withdrawal plan, but also ends up helping the Taliban cause within the Afghan population. The greatest paradox is that these jihadists are responsible for the deaths of hundreds of their compatriots in terrorist attacks.
The outrage generated by the worst atrocity against civilians in more than a decade of conflict could hasten the departure of U.S. troops. Afghanistan could live up to its historical tradition of being the "graveyard of empires.” For centuries, its land has been invaded by powerful foreign armies, from Alexander the Great to the Americans, Chinese, Mongols, Persians, British, and the Soviets, in 1979. These multiple occupations have never fully subjugated the Afghans.
While 60 percent of Americans now support the decision to leave, neither local institutions nor the military are ready to ensure a minimum level of security in Afghanistan. The departure of Western forces would result in the loss of several democratic advances, such as education for girls. At the same time, it would mean more power for the Taliban, who would declare themselves victorious. And this could spark a new civil war between Pashtuns and ethnic groups in the north.
This political-military chess game unfolds in a U.S. election year. The Republican opposition will soon select the candidate who will try to recover the White House in November. Without many domestic achievements to show, and with a weak economy, President Obama wants to strengthen his legacy in foreign policy. The best way to do that is to ensure the end of the American troops’ presence in Iraq and Afghanistan. An increase in violence on one of these fronts would hurt the reelection campaign.
Although Washington has decided to withdraw, there is a difference between running away and planning an exit. The rights of an oppressed people are in the middle.
La reciente masacre de civiles afganos por un militar estadounidense podría acelerar el plan de retiro de Washington. Sin tropas locales entrenadas, eso sería la guerra civil.
Aunque Washington ya decidió retirarse, no es lo mismo salir corriendo que planear la salida.
En octubre del 2002, el novato senador estatal de Chicago Barack Obama explicó su rechazo a la presencia de Estados Unidos en Irak y su apoyo al combate en Afganistán. El casi desconocido político calificó la primera guerra de "estúpida" y la segunda como "buena".
Casi una década más tarde, el hoy ocupante de la Casa Blanca heredó los dos polvorines abiertos y en sus poco más de tres años de gobierno ha tratado de cerrarlos. En junio del año pasado, después de la muerte de Osama Bin Laden, el presidente Obama anunció el retiro de sus tropas en territorio afgano a finales del 2014.
Washington pondría así punto final a más de diez años de fallida invasión militar de esa nación de Asia central junto con otros miembros de la Otan. Tanto el entrenamiento de las fuerzas armadas locales como negociaciones de paz con el enemigo, la guerrilla talibán, contribuirían a una salida más decorosa de Estados Unidos.
Esa es la hoja de ruta que ha sido golpeada por los recientes escándalos que involucran a soldados estadounidenses. En enero de este año se publicó un video donde militares del país del norte orinan sobre los cuerpos de talibanes muertos en combate. Hace tres semanas se reveló que copias del Corán, libro sagrado de los musulmanes, habían sido quemadas por equivocación en una base militar de Bagram.
Una treintena de afganos murieron en los disturbios que siguieron a tal ofensa contra el islam. Pero lo peor vino el pasado fin de semana, cuando un sargento del ejército estadounidense asesinó sin razón alguna a 16 afganos mientras dormían en sus casas, incluidos nueve niños. La absurda masacre no solo complica el plan de retiro de Washington, sino también termina por alimentar la causa talibán dentro de la población. Lo más paradójico es que estos guerrilleros islámicos son responsables a su vez de la muerte de cientos de sus compatriotas en ataques terroristas.
La indignación generada por la peor atrocidad contra civiles en más de una década de conflicto podría acelerar la salida de las tropas norteamericanas. Afganistán haría honor a su tradición histórica de "cementerio de imperios". Por siglos, su tierra ha sido invadida por poderosos ejércitos extranjeros: desde Alejandro Magno hasta Washington, pasando por los chinos, mongoles, persas, ingleses y los soviéticos en 1979. Estas múltiples ocupaciones nunca han sometido del todo a los afganos.
Si bien el 60 por ciento de los estadounidenses respaldan hoy la decisión de salir, ni la institucionalidad ni los militares locales están listos para garantizar un mínimo grado de seguridad. La partida de las fuerzas occidentales se traduciría en la pérdida de varios avances democráticos, como la educación para las niñas. Al mismo tiempo, significaría más poder para los talibanes, que se considerarían victoriosos. Lo cual desataría una nueva guerra civil entre los pastunes y los grupos étnicos del norte.
Este ajedrez político-militar se desenvuelve en medio de un año electoral en Estados Unidos. La oposición republicana elegirá pronto el candidato que intente recuperar la Casa Blanca en noviembre. Sin muchos logros internos que mostrar, por la débil economía, el presidente Obama quiere fortalecer su legado en política exterior. La mejor manera de hacerlo es garantizar el final de la presencia de tropas en Irak y Afganistán. Un aumento de la violencia en uno de esos frentes dañaría la campaña de reelección.
Aunque Washington ya tomó la decisión de retirarse, no es lo mismo salir corriendo que planear la salida. Los derechos de un pueblo oprimido están en la mitad.
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