Chester Himes solía decir que si eras joven, varón y negro en Estados Unidos, lo mejor que podías hacer cuando un blanco te dirigía la palabra era quedarte más quieto que una farola y mirarle como si fueras un borrego. El mero parpadeo, añadía, autorizaba al blanco a pegarte un tiro.
Lo decía hace medio siglo y, por lo que sabemos del caso Trayvon Martin, el consejo sigue siendo válido, por mucho que en la Casa Blanca viva un mulato llamado Obama.
Himes, un clásico, y Walter Mosley, un contemporáneo, son los dos autores afroamericanos de novela policiaca más conocidos internacionalmente. Las tramas del primero transcurren en Harlem (Nueva York), las del segundo en Los Ángeles.
Los abuelos, bisabuelos y tatarabuelos de los afroamericanos actuales vivían con el miedo a ser linchados. Hoy las madres negras viven con el miedo a que a sus hijos varones les pase algo trágico, algo como lo que le pasó a Trayvon Martin, según cuenta Avis Jones-DeWeewer en su blog en The Huffington Post (The Black Mother’s Burden).
A primeras horas de la noche del pasado 26 de febrero, Trayvon Martin, un estudiante de 17 años, caminaba por una calle de Stanford (Florida), tras haber comprado un te y chucherías. Llovía y llevaba puesto el capuchón de su sudadera. Iba a casa de su novia.
George Zimmerman, un blanco de 28 años de ascendencia latinoamericana, se fijó en él. Tal como se lo permiten las leyes del lugar, hacía de vigilante voluntario de su barrio. Patrullaba a bordo de su vehículo y armado con una pistola del calibre 9 milímetros.
Zimmerman llamó al 911 e informó a la Policía local de que había detectado a un “sospechoso” que se cubría con una capucha y llevaba algo en la mano (era un móvil). El agente le dijo que no hiciera nada y esperara la llegada de un coche patrulla.
Cuando llegó ese coche, el chaval estaba muerto. Zimmerman le había disparado.
Trayvon Martin estaba desarmado. Su novia escuchó sus últimas palabras. Estaba hablando con ella por el móvil cuando el vigilante empezó a seguirle en su coche. El chaval le dijo a su novia que había un tipo que le estaba acosando.
Zimmerman no tardó en ser puesto en libertad sin ningún tipo de cargos. La Policía local aceptó que había actuado en “legítima defensa”. Le fue aplicada una ley que, a propuesta del gobernador Bush, rige en Florida desde 2006. Llamada Stand Your Ground y promovida en todo el pais por la National Rifle Association (NRA), esa ley concede el beneficio de la duda a la persona que esgrime la autodefensa para justificar un homicidio.
La Stand Your Ground, que rige en otra docena de Estados norteamericanos, es una ampliación de la tradicional Doctrina Castle (Castle Doctrine), que otorga a los particulares el derecho a defender tanto su persona como su hogar por cualquier medio a su alcance. Ese derecho queda ahora ampliado al barrio donde uno habita. O sea, si alguien tiene la impresión de que está en peligro, tiene derecho a sacar un arma y abatir al sospechoso.
El caso Trayvon Martin suscita una inmensa emoción en Estados Unidos. Obama ha dicho: “Si yo tuviera un hijo, se parecería a Trayvon”.
La semana pasada, el departamento federal de Justicia decidió abrir su propia investigación después de que más de medio millón de norteamericanos firmaran una petición online para que el homicida no quede impune. Zimmerman persiguió al chaval pese a que el 911 le dijo que no lo hiciera y terminó disparándole porque era un joven negro que caminaba encapuchado por un barrio mayoritariamente blanco.
“Toda violencia desorganizada es como un ciego con pistola”, escribió Chester Himes en su prefacio a la novela Hot day, hot night (traducida en España como Un ciego con pistola, Bruguera, 1978). Febril, sincopada, violenta, esa obra, como la mayoría de las de Himes, está protagonizada por los detectives afroamericanos de Harlem Sepulturero Jones y Ataúd Johnson. En su prólogo a Corre, hombre (Run, man, run), otra de las novelas de Himes publicadas por Bruguera a finales de los años setenta, Juan Carlos Martini escribió: “La voluntad y el capricho del blanco son la ley (…). El hombre negro no parece tener más remedio que una triste integración y una indiscriminada aceptación de la arbitrariedad que se ejerce contra él. Lo contrario, aunque se exprese de la forma más humilde y temerosa que sea imaginable, puede significar, de inmediato, la muerte”.
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