Bare Bone Politics, Without Meat

<--

Buena paliza mediática se llevó el actor Robert de Niro cuando afirmó que “Estados Unidos no está listo para tener una primera dama de raza blanca”. Se trataba de un chascarrillo para hacer evidente su simpatía por la reelección de Obama. Sin embargo, la ultraderecha norteamericana de inmediato lo tildó de racista invertido y de misógino. El candidato republicano Newt Gingrich dijo que respetaba mucho su carrera artística, pero que sus juicios políticos eran por demás condenables. Al final, los medios de comunicación más liberales se unieron para reclamar lo que podríamos denominar como “el derecho humano al sentido del humor”.

Fueron esencialmente los norteamericanos quienes implantaron la práctica de lo “políticamente correcto”. A los negros se les empezó a decir afroamericanos (aunque pudieran venir del Caribe, por ejemplo); a los ancianos, personas de la tercera edad (negándoles el derecho de llegar a la cuarta); a los gays les siguen llamando gay porque los gays así lo prefieren; a los discapacitados comenzaron a llamarles personas con capacidades diferentes, como si esto fuese a ocultar la realidad de que un paralítico o un ciego tiene que batallar el doble o el cuádruple para competir en igualdad con quienes tienen sus facultades en plenitud. A los indios americanos les llaman pueblos originarios y a los latinoamericanos que libramos las luchas de independencia frente a los españoles, nos llaman hispanics.

A menudo se encuentra uno con la sorpresa de que los negros se califican a sí mismos como negros, sin que estén haciendo un ejercicio de autodenigración. Saben bien que el calificativo peyorativo es el de nigger. Ése sí que contiene una carga de desprecio, con reminiscencias de la era del esclavismo y de las prácticas del Ku Klux Klan. En pocos años pasamos de los calificativos más hirientes y vejatorios a una colección de etiquetas tan benevolentes en su intención que llegan a tergiversar la esencia de las personas a las que se van dirigidas.

El affaire De Niro es significativo porque impone una inhibición adicional en la libertad de las figuras públicas para expresarse a su cuenta y riesgo. A los republicanos no les gustó que este famoso actor manifestara su apoyo abierto al presidente Obama por los votos que esta luminaria de Hollywood puede atraer. Como no es posible decir esto abiertamente, entonces lo califican de racista. Pero quizá no sea ni lo uno ni lo otro: a lo mejor De Niro quiso hacer una broma, hacerse el simpático. Y nadie puede negar que la política es cosa seria, pero tampoco es un funeral al que asisten los pueblos en cada periodo electoral.

De hecho, sin un poco de humor, las campañas negativas pueden convertirse en una pesadilla para los electores. México es un caso digno de análisis, ya que dichas campañas negativas están en principio prohibidas. El resultado es que los golpes siempre tienen que ser bajos y soterrados, a fin de cuentas más sucios que si expusieran abiertamente las flaquezas de los rivales.

Los candidatos tienen la doble obligación de exponer sus fortalezas, pero también de señalar las debilidades de sus contrincantes. Ésa es la manera mundialmente aceptada de ganar unas elecciones y de presentar la oferta política a los votantes. Sin embargo, siendo uno de los países con un sentido del humor más ácido y agudo del mundo, los candidatos mexicanos parecen venir de otro planeta… y quienes analizan sus expresiones en la comentocracia, todavía más. Mientras que el país produce chistes casi de manera instantánea, los candidatos, en todo momento y en todo lugar, tienen que presentarse como figuras de bronce, incólumes, hasta graves. Tal parece que para un pueblo festivo y sarcástico como el mexicano debemos tener políticos que recuerden a un profesor alemán de física. Dado que cualquier intento de los candidatos por ser ocurrentes, originales o abiertamente simpáticos puede ser motivo de críticas y descalificaciones, optan por permanecer en terreno seguro, rayando con frecuencia en el aburrimiento y sin conectar emocionalmente con los votantes.

Por supuesto que no se trata de que los candidatos se corran al extremo de hacerse personajes cómicos. Se trata simplemente de que se presenten al electorado como las personas de carne y hueso que son, con mayor soltura y menos coreografía. En última instancia, las campañas no sirven para otra cosa más que para conocerles mejor, conocerles como son de verdad, saber cómo piensan y permitirnos elegir con más conocimiento de causa.

About this publication