Obama in Front of the Supreme Court

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Visto desde una perspectiva europea podría ser la pesadilla de un mal sueño. En las escalinatas del Tribunal Supremo de Estados Unidos, el palacio de mármol en la colina del Capitolio, en Washington, se manifiestan las dos Américas. La que quiere jubilar al Gobierno federal y la que pretende que el Estado establezca unas mínimas reglas de juego. La batalla doméstica más importante de la presidencia de Obama se da sobre su reforma sanitaria, que aspira a dar cobertura a 30 millones más de ciudadanos y acabar con una sanidad deficiente y extremadamente cara, el gasto supone el 17% del PIB. Los nueve jueces del Supremo, vitalicios, debatieron esta semana durante tres días, la constitucionalidad del Obamacare. La reelección del presidente no va a depender ni de Putin ni de Irán, sino de la economía y de que estos magistrados que nombran los presidentes, de acuerdo con sus ideologías, den la luz verde a la ley. El tribunal está dividido: cinco magistrados conservadores y cuatro liberales. Dos de ellos, mujeres, han sido nombrados por Obama. En el exterior de la Corte, los autodenominados patriotas se manifestaban con pancartas pidiendo que el Gobierno salga de sus vidas, mientras los partidarios de la ley respondían que lo que no es americano es dejar que la gente muera porque no tiene cobertura. Desde que en 2008 el Supremo diera la victoria electoral a Bush frente a Gore, ninguna reunión del tribunal había concitado tanta atención.

Barack Obama, a quien muchos consideran un socialista partidario del estado de bienestar europeo, convirtió la reforma sanitaria en el proyecto emblemático de su presidencia. No pretendía una sanidad universal y gratuita procurada por el Estado. Solo reparar la indignidad que supone que en la primera potencia del mundo 50 millones de ciudadanos no tengan seguro sanitario. Mediante un acuerdo con los seguros privados, a los que prohibió discriminar a los ancianos y negar cobertura a los ya enfermos, elevando los costes para las aseguradoras. En compensación, la ley obliga a los sin seguro a comprar uno. De esta manera incrementaba los ingresos de los proveedores de seguros garantizando su negocio y haciendo sostenible una sanidad que ahora no lo es. Obama paga ahora el precio de una reforma que se quedó a medias, ininteligible para la mayoría de los norteamericanos —solo el 26% la apoya— y que vendió mal. Veintiséis Estados, todos con gobernador republicano, la han impugnado ante el Supremo.

El mandato individual que obliga al ciudadano a asegurarse provoca el crujir de dientes de la América más conservadora. ¿Puede el legislativo obligarte a comprar un seguro médico? Sí, aplicando una arcaica norma constitucional que permite al Gobierno federal regular el comercio entre los Estados. Si así fuera, argumentan los contrarios a la norma, también podría forzarte a comer plátanos. Es el nudo gordiano que el Supremo debe desatar. Los Tea Party, el país profundo subido a la sacralidad de la libertad individual como medida de todas las cosas, los que critican el activismo gubernamental del que habría hecho uso Obama, piden ahora al Supremo que ejerza, en sentido contrario, un activismo judicial. Para hundir el Obamacare y con él, al presidente, logrando que el Supremo priorice el derecho del ciudadano a estar enfermo y sin seguro. Parecería un mal chiste. El juez Scalia se pregunta, Si el Congreso puede hacer esto, ¿qué no puede hacer? El presidente del tribunal, el magistrado John Roberts, de la mayoría conservadora, lo apoya al cuestionarse ¿Puede el Gobierno obligar a comprar un móvil porque te facilitará responder cuando necesitas servicios de emergencia?

Lo que en el fondo se debate no es una cuestión legal sino política, que es competencia del Congreso y no debiera ser judicializada, en opinión de los sectores liberales. La batalla contra la ley se ha convertido en la nueva prueba de patriotismo en plena campaña electoral. Se trataría, para los progresistas, de desarmar al Gobierno y minar su autoridad para subsanar los fallos del mercado. Hay quien opina que si el alto tribunal acaba con la ley —su decisión final se espera para junio— incapacitará al Gobierno federal por una generación. El Supremo determina con sus decisiones la naturaleza de la sociedad, al ejercer, además de la revisión judicial, como Tribunal Constitucional. Fue el Supremo quien estableció con su decisión en Roe contra Wade el derecho al aborto; quien provocó la dimisión de Nixon al obligar al presidente a entregar las cintas secretas en el caso Watergate; quien decidió que el rezo organizado en las escuelas públicas es ilegal y viola la Primera Enmienda de la Constitución. Cabe esperar que los nueve jueces, por encima de las pasiones políticas, cumplan con su deber atendiendo al lema de esta institución única, esculpido sobre el frontal del edificio que le alberga. Equal Justice under the Law.

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