La actual fase de intervención estadunidense en México responde a la agenda militar global de la Casa Blanca definida en un documento del Pentágono de marzo de 2005. Como parte de una guerra imperial de conquista, el plan, que apoya los intereses de las corporaciones de Estados Unidos en todo el orbe, incluye operaciones militares (directas, sicológicas o encubiertas) dirigidas contra países que no son hostiles a Washington, pero que son considerados estratégicos desde el punto de vista de los intereses del complejo militar, industrial, energético.
Una orientación del documento era el establecimiento de asociaciones con estados debilitados. A su vez, bajo el disfraz de la guerra al terrorismo y la contención de estados delincuentes, se promovía el envío de fuerzas especiales (boinas verdes) en operaciones militares de mantenimiento del orden (funciones de policía) y equipos pequeños de soldados “culturalmente espabilados” para entrenar y guiar a las fuerzas autóctonas. Parte de esas actividades serían realizadas por compañías privadas de mercenarios subcontratadas por el Pentágono y el Departamento de Estado.
Como parte de una guerra de ocupación integral, la intervención estadunidense en curso responde a nuevas concepciones del Pentágono sobre la definición de enemigos (el enemigo asimétrico, no convencional, verbigracia, el terrorista, el populista radical, el traficante de drogas). Lo que ha derivado en las guerras asimétricas de nuestros días, que no se circunscriben a las reglas establecidas en los códigos internacionales y evaden las restricciones fronterizas de los estados.
La ocupación integral de México forma parte de la “dominación de espectro completo”, noción diseñada por el Pentágono antes del 11 de septiembre de 2001, que abarca una política combinada donde lo militar, lo económico, lo mediático y lo cultural tienen objetivos comunes. Dado que el espectro es geográfico, espacial, social y cultural, para imponer la dominación se necesita fabricar el consentimiento. Esto es, colocar en la sociedad sentidos “comunes”, que de tanto repetirse se incorporan al imaginario colectivo e introducen, como única, la visión del mundo del poder hegemónico. Eso implica la manipulación y formación de una “opinión pública” legitimadora del modelo. Ergo, masas conformistas que acepten de manera acrítica y pasiva a la autoridad y la jerarquía social, para el mantenimiento y la reproducción del orden establecido.
Para la fabricación del consenso resultan claves las imágenes y la narrativa de los medios de difusión masiva, con sus mitos, mentiras y falsedades. Apelando a la sicología y otras herramientas, a través de los medios se construye la imagen del poder (con su lógica de aplastamiento de las cosmovisiones, la memoria histórica y las utopías) y se imponen a la sociedad la cultura del miedo y la cultura de la delación.
La manufactura de imaginarios colectivos busca, además, facilitar la intervención-ocupación de Washington con base en el socorrido discurso propagandístico de la “seguridad nacional” estadunidense y/o la “seguridad hemisférica”. Con tal fin se introducen e imponen conceptos como el llamado “perímetro de seguridad” en el espacio geográfico que contiene a Canadá, Estados Unidos y México, que, como parte de un plan de reordenamiento territorial de facto, fue introduciendo de manera furtiva a nuestro país en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (Aspan, 2005).
La Aspan (o TLCAN militarizado) incluye una integración energética transfronteriza subordinada a Washington y megaproyectos del capital trasnacional que subsumen los criterios económicos a los de seguridad –justificando así acciones que de otro modo no podrían ser admitidas por ser violatorias de la soberanía nacional– y una normativa supranacional que hace a un lado el control legislativo, mientras se imponen leyes contrainsurgentes que criminalizan la protesta y la pobreza y globalizan el disciplinamiento social.
El manejo de los medios privados bajo control monopólico permite, también, el aterrizaje de doctrinas como la referente a los estados fallidos que, por constituir un “riesgo” a la seguridad de Estados Unidos, deben quedar bajo su control y tutela. Ayer Colombia, Afganistán, Irak. Hoy Libia, Pakistán, Siria, México.
La fabricación mediática de México como Estado fallido durante la transición Bush/Obama en la Casa Blanca (enero-febrero de 2009) incluía la previsión de un “colapso rápido y sorpresivo”, lo que según el comando central del Pentágono no dejaría más opción que la intervención militar directa de Washington. Entonces, la posibilidad de un colapso fue atribuida al accionar de grupos de la economía criminal y llevó a una acelerada militarización del país, con la injerencia directa del Pentágono, la Agencia Central de Inteligencia, la Oficina Federal de Investigación, la agencia antidrogas DEA y otras dependencias estadunidenses en el territorio nacional, bajo la mampara de la Iniciativa Mérida, símil del Plan Colombia.
De manera sospechosa, a mayor militarización –vía la presencia del Ejército y la Marina de guerra en las calles y carreteras del país– mayor violencia. Una violencia caótica y de apariencia demencial, que de manera encubierta fue alentada y potenciada por grupos paramilitares y mercenarios que actúan bajo la fachada de empresas de contratistas privados, según el guión diseñado por el Pentágono en marzo de 2005. Igual que antes en Colombia y Afganistán y, después de la invasión, en Irak.
Pero dado que en México los movimientos rebeldes permanecen en una tregua armada y de acumulación de fuerzas, a través del terrorismo mediático se han venido impulsando matrices de opinión que permitan la aplicación de prácticas contrainsurgentes afines a la dominación de espectro completo y la guerra de ocupación integral, tales como “narcoinsurgencia” y “narcoterrorismo”, utilizadas de manera reiterada por la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y otros funcionarios estadunidenses.
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