La muerte de Bin Laden parece un acto de justicia, pero el Estado competente, Afganistán, no ha sido el encargado de llevarla a cabo
En estos días se recuerda el primer aniversario de la desaparición del famoso terrorista de Al Qaeda. Trae a sus espaldas asesinatos tan notorios como los de las Torres Gemelas de Nueva York, los del 11 de marzo de 2004 en los trenes de Madrid y directamente o por imitación los de los trenes de Londres. También está sin duda detrás de otros muchos crímenes menores y de otros atentados no solamente en Europa sino en Asia y en África.
Es evidente que su conducta es merecedora de un reproche generalizado y que nadie puede lamentar su muerte, claramente beneficiosa para la humanidad. Sin embargo, las democracias tienen que ser especialmente pulcras en el desarrollo de esa forma de actuar. La soberanía debe ser respetada y suelen ser competencia de cada Estado la represión de los hechos delictivos y las sanciones contra los infractores por muy graves que estos sean. En este caso no se han respetado las formas. La muerte de Bin Laden parece un acto de justicia, pero el Estado competente, Afganistán, no ha sido el encargado de llevarla a cabo. El hecho reiterado en otras ocasiones de la impartición del castigo por una especie de titularidad de la venganza más que de la acción de la justicia, cuya responsabilidad se atribuyen asimismo los Estados Unidos de América, transforma la condena en un asesinato y ensucia la trayectoria política de su presidente, que todos querríamos que fuera ejemplar. Al perseguirle en su escondite con la utilización de fuerzas extranjeras se rompe el principio de soberanía y el respeto debido a la competencia de los países con una incursión que debe avergonzar a las naciones civilizadas. Finalmente, su desaparición en el mar supone en general una falta de respeto que en el caso de las personas de religión musulmana se concreta con un agravio injustificado.
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