Edited by Jonathan Douglas
Con frecuencia me pregunto cuánto debe sufrir un ciudadano común de Estados Unidos cuando escucha o encuentra por doquier en el mundo los gritos o letreros de “yankee, go home”.
Mucho peor ha de sentirse un militar uniformado de esa nación destacado en cualquiera de los países del tercer mundo que haya sufrido las frecuentes invasiones, ocupaciones, bombardeos y consecuentes asesinatos de pobladores que pudieran ser familiares de cualquier ciudadano del país donde ellos se encuentran. Allí, la indignación alcanza, en no pocas ocasiones, justificados extremos y reacciones incontrolables contra los militares estadounidenses.
Cuando era un niño muy pequeño, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, los militares estadounidenses me inspiraban simpatía.
Mi madre trabajaba como dependienta comisionista en una tienda propiedad de comerciantes de origen chino llamada Valencia, en La Habana, consagrada a la venta a turistas. Mi padre se dedicaba a “cazar” militares estadounidenses, que por entonces eran los únicos visitantes extranjeros susceptibles de captación en La Habana, para llevarlos a que mi madre los convirtiera en clientes de Valencia y obtuviera la correspondiente comisión.
Como regla, los oficiales y soldados destacados en las bases militares norteamericanas en Cuba, por esa época, procedían de familias de ingresos superiores a la media. Tenían influencias suficientes para ser asignados bien lejos de los campos de batalla y relativamente cerca de sus hogares.
Por tal motivo, los oficiales y soldados yanquis de que oía hablar eran casi todos generosos y agradables. Sus aportes mediante sus compras en la tienda de los chinos constituían el principal sustento de mi familia.
Mi padre hablaba bien inglés porque procedía de un entorno familiar de obreros tabacaleros que acostumbraban a trasladarse todos los años a Estados Unidos durante el “tiempo muerto”, para buscar empleo temporal en fábricas de cigarros de Cayo Hueso o Tampa, en el estado de la Florida. El viaje lo hacían en frágiles chalanas que se dedicaban entonces a estas transportaciones y su madre (mi abuela) llevaba consigo una maquina de coser para ayudar al sustento familiar como costurera.
Al final de la guerra nos trasladamos todos -padre, madre y los dos hermanos- a Tampa donde permanecimos unos nueve meses. Luego, mis padres pretendieron quedarse definitivamente en los Estados Unidos, pero no pudieron obtener la visa requerida. Los planes cambiaron y regresamos a Cuba.
Fue una feliz ocurrencia para mi hermano y para mí, porque en el barrio para negros y latinos de Ybor City donde vivíamos sufrimos en carne propia numerosos incidentes de discriminación racial y xenofobia y alguno que otro atropello por parte de los militares con cascos y ametralladoras que custodiaban los frecuentes ejercicios conocidos como “blackouts” (apagones), imponiendo las medidas de ocultamiento que a veces desafiábamos los niñitos negros y latinos.
Cuando, a finales de la década de los años 1940, tuvo lugar el vergonzoso incidente de los “marines” norteamericanos que, en estado de embriaguez, escalaron la estatua de José Martí en el Parque Central y se orinaron allí, a la indignación que sentimos todos los cubanos se agregó, en mi caso, un sentimiento de culpa por haber albergado alguna vez tanta simpatía por aquellos jóvenes militares que había conocido en “Valencia”.
Ahora, tras las experiencias de la cruenta lucha insurreccional contra una dictadura apoyada por asesores militares de Estados Unidos en todas las fuerzas armadas y la policía, y más de medio siglo de hostilidad y amenazas de agresión contra la revolución en el poder por parte del gobierno de Washington, he comprendido que no son los militares -en tanto que seres humanos- los culpables de todos aquellos crímenes contra los pueblos del mundo, incluido el norteamericano, sino la cúpula oligárquica que asienta en Wall Street la que debía ser blanco del repudio mundial.
Hoy comprendo que no es con la quema de banderas de Estados Unidos ni ofensas a sus militares, políticos, diplomáticos y demás representantes que deben proyectarse las expresiones de rechazo y lucha contra el imperialismo, sino ejecutando o exigiendo acciones que afecten directamente los intereses del gran capital, las grandes corporaciones de bancos, de medios de información, de comercio y de la industria transnacional, que hoy manejan el mundo a su conveniencia.
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