Las dos audiencias del general Santoyo frente al juez de la Corte de Virginia, donde está acusado de narcotráfico, fueron muy rápidas.
Entre las formalidades es difícil entender lo que pasa. El general entró la primera vez con una camisa azul por fuera del pantalón. Seguramente ocultaba el cinturón penitenciario al cual le esposan las manos durante el traslado. Cuando se sentó, un alguacil federal tuvo que acercarse y ordenarle, a través de la intérprete, que pusiera las manos sobre la mesa. Así es la ley en Estados Unidos.
Todo el espectáculo fue humillante. Seguramente lo es para Santoyo, un tipo con soles en la solapa, el oficial de más alto rango de la Policía Nacional, tener que ponerse en el banquillo de la justicia estadounidense, manoseado por alguaciles que apenas bordean la pubertad, obligado a defenderse en un lenguaje que no conoce.
Pero de alguna manera uno también se siente humillado. Más allá de si Santoyo es inocente o culpable, el delegar de una manera tan rampante la justicia a otro país molesta la vena nacionalista.
Si es inocente, como hay que presumirlo, es doloroso que el presidente de un país, que el expresidente, que sus colegas, hayan presionado a un general para entregarse a responder por cargos armados en otro país. Cargos además armados a partir de los testimonios de toda una gama de delincuentes que buscan enlodar a más gente para buscar beneficios.
Si es culpable su crimen habría sido el de “conspiración para importar cinco o más kilos de cocaína”. A pesar de que esa “conspiración” haya involucrado dar información sobre a quién matar a cambio de plata, lo van a condenar en otro país por ser un contrabandista de un polvo ilícito; no por asesino, no por traidor.
Yo entiendo que la indignación por la extradición es un sentimiento tramitado en el diván colombiano por años de narcos, bombas y torcidos constitucionales. Y tal vez es anacrónico intentar despertarlo sólo por haber estado ahí sentado mientras al general le dictaban cargos bajo el sello del águila calva.
Hay una lógica pragmática para ser el segundo país del mundo que más extradita personas a Estados Unidos. Todavía tenemos tantos criminales que no hay cárceles, ni jueces que aguanten, ni Congreso que arme un sistema que pueda aguantar. Antes, diría uno en un arranque de realidad, es una fortuna que los gringos nos acepten a narcos, paracos, guerrilleros y policías, sin hacer distinción, con tal de que hayan importado perico.
Entonces vendrá el fiscal Montealegre, a decirle gracias al fiscal mister Holder, y a pedirle que no les dé sentencias tan bajitas. Ya ni siquiera para guardar las apariencias, que en este punto ya están tan deslucidas que a nadie le importan, sino, de nuevo, en un arranque de pragmatismo: se nos están devolviendo muy rápido los que mandamos para Estados Unidos. Sí, esa es la realidad de nuestra justicia. Es triste y vale la pena recordarlo.
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