Con fatídica regularidad, un ciudadano de Estados Unidos se sube a un tejado, o como la semana pasada se disfraza de Joker, el de Batman, para cobrarse en vidas ajenas la frustración inapelable de la propia. James Holmes tenía que estar desequilibrado, seguro, pero eso no es ni un comienzo de explicación para la matanza de Aurora (Colorado).
Procediendo de dentro afuera, la razón más inmediata que ha hecho posible la locura es la de que casi cualquiera, en casi cualquier Estado del país, puede hacerse con cuarto y mitad de munición para un AK-47, adquirido en su momento probablemente por Internet. Y esa libertad de mercado es, al parecer, ingrediente genuino y constituyente del ADN norteamericano. My home is my castle —mi casa es mi castillo— se dice en inglés, y en Estados Unidos ese sentido patrimonial se lleva hasta el extremo de coser a tiros con fuerte protección legal a cualquiera que se introduzca de manera no autorizada en el propio hogar. Estos asesinos en masa son frecuentemente blancos, de origen anglogermánico, y tirando a jóvenes. La trágica simiente se ha desarrollado con mayor fuerza entre la mayoría dominante.
Las grandes teorías de explicación omnicomprensiva dan miedo porque no suelen dejar nada fuera. El sociólogo francés Emmanuel Todd determinaba el cupo de democracia que le toca o al que puede aspirar cada país de Europa occidental por la estructura del poder social intrafamiliar; la ya tan sobada teoría de Weber sobre presuntas concupiscencias entre capitalismo y protestantismo parece que ha condenado a los pueblos latinos a las tinieblas exteriores del éxito mundano, y lo malo es que muchos se lo han creído; y un brillante historiador norteamericano, Frederick Jackson Turner, podría tener algo que decir si no directamente de las matanzas, sí cuando menos del acceso a las herramientas que las hacen posibles.
F. J. Turner, académico de Harvard, reunió en 1920 un conjunto de ensayos a los que daba título el más radical de todos ellos: La frontera en la historia de América, donde argumentaba el carácter formativo y esencial de esa expansión de la frontera oeste del país que, grosso modo, no cesó de correrse del Atlántico al Pacífico desde el siglo XVIII hasta casi la terminación del XIX. Una expansión en la que la libre posesión de armas de fuego era un derecho prácticamente universal. El historiador escribió que ese blanco móvil de la frontera constituía “un permanente retorno a condiciones de vida primitivas” y que, a diferencia de lo que ocurría en Europa, donde todo estaba cartografiado, la frontera norteamericana lindaba con lo desconocido y era “punto de unión entre salvajismo y civilización”.
Hay tres inventos de la Revolución Industrial que han sido especialmente preciosos para la mitología literaria y cinematográfica norteamericana. El ferrocarril, que encontró un extraordinario panegirista en las novelas de Thomas Wolfe, años treinta; el coche, al que convirtió anticipadamente en una road movie Jack Kerouac, En la carretera; y las armas de fuego individuales, largas y cortas, desde Fenimore Cooper y sus mohicanos. Y el grado máximo de exaltación mítico-política del revólver se encarna en una película que, como el Tenorio, se representa cada año en las teles españolas: Shane —en España, Raíces profundas (George Stevens, 1952)—, en la que el pistolero-héroe Alan Ladd justifica la violencia con la misma convicción con que se recita un versículo de la Biblia —protestante—: “Un revólver no es bueno ni malo; solo depende de quién lo empuña”. Howard Hawks haría otro tanto en Río Bravo (1959), pero esta vez homenajeando al arma larga, el rifle, que maneja como una prolongación de sí mismo John Wayne, porque un día descubrió: “Otros eran más rápidos que yo con el revólver”.
James Eagan Holmes, de 24 años, en un tiempo el primero de su clase, que dejó la universidad la primavera pasada donde preparaba un doctorado en neurología, no ha asesinado a 12 personas y herido de gravedad a varias docenas porque hubiera una frontera al oeste que permaneciera abierta, según Turner, hasta 1890. Ni porque exista un poderosísimo lobby, la National Rifle Association, del que un día fue presidente el actor Charlton Heston, a quien interesa sobremanera que se mantenga un mercado libre de armas de fuego. Y aún menos, el cine del Oeste que enseña a morir más que a matar, como en Ride the High Country (Duelo en Alta Sierra, Sam Peckinpah, 1962). La matanza de Aurora (Colorado) ha sido solo una cuestión de ADN.
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