Weapons, Massacres, Death Penalty: God Save the US

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Nos guste más o menos (llamémoslo devoción voluntaria o colonialismo cultural), nuestra imaginación fue moldeada por la cultura popular estadounidense: es una influencia que los que nacimos en el siglo XX no estamos en condiciones de negar. Sí, a los porteños nos gusta sacar a relucir nuestra francofilia que cultivamos con esmero (y en la que conviven Sartre, Derrida, Foucault, Lévi-Strauss y Lacan). Pero comparemos la influencia de estos nombres con la gran horneada cultural americana del siglo pasado: la música (el blues, el rock, el pop, el punk, el grunge); el arte contemporáneo (¿hace falta dar más nombres que el de Warhol?); el cine (la industria de Hollywood, pero también el independiente, y los cruces entre ambos: Coppola, Scorsese, Eastwood, Jarmusch y Tarantino); la televisión (de las sitcoms a Lost, Mad Men, The Wire, CSI ) y la literatura (proyectando su influencia desde el siglo XIX a todo el XX Poe y Melville, y después Hemingway, Cheever, Faulkner y así hasta Dick, Roth, Delillo y Carver). Es una herencia incómoda y pesada para la mayoría de nosotros, descendientes de europeos. Y puede ser que con el nuevo siglo las cosas cambien. Pero, por ahora, y a pesar de las consignas políticas y el rechazo generado por años de relaciones carnales con los organismos de crédito financiero, lo cierto es que nuestros modos de soñar, desear e imaginar se los debemos en buena medida a los Estados Unidos.

Sabemos, claro, cuál es el combustible que utiliza esta máquina de generar capital cultural y simbólico: dinero y recursos naturales, es decir, activos captados a través del expansionismo territorial y la producción de nuevos mercados por la fuerza bruta, en años de guerras e invasiones (es decir: la política puesta en práctica por cualquier Imperio). Todo esto tiene sus consecuencias. Y es así como esa fábrica de sueños produce, al mismo tiempo, sus pesadillas: ahí es donde entran los aviones de línea chocando contra torres simétricas, el Ku Klux Klan, los magnicidios, la matanza de civiles en territorios lejanos y la matanza de civiles dentro de las fronteras propias, sobre todo en salas de cine abarrotadas y colegios secundarios.

Los asesinatos del viernes pasado durante el estreno de la última entrega de Batman volvieron a poner en el centro de la discusión algunos aspectos de la realidad estadounidense. Al parecer, uno de los efectos inmediatos del hecho fue el aumento de las ventas de armas de fuego en el estado de Colorado. No resulta extraño, con este tipo de reacciones, que varios documentalistas se hayan dedicado en los últimos años a estudiar los comportamientos de esta sociedad. Ahí están los panfletos visuales, atractivos y simplificadores ( Sicko, Farenheit 9/11, Bowling for Columbine ), de un tipo como Michael Moore, al que Jorge Lanata le debe más de lo que le gusta admitir. También las ficciones de Sacha Baron Cohen ( Borat ), mucho más inteligentes y divertidas. El cineasta alemán Werner Herzog, eterno extranjero del mundo y autor de películas como Fitzcarraldo y de una serie de documentales asombrosos ( Grizzly Man, The White Diamond ), estrenó el año pasado un film que retrata uno de los costados más incómodos de esta cultura: la pena de muerte, legal en gran parte del país.

Into the Abyss, A tale of death. A tale of life puede verse en Internet y está estructurado como si fuera un libro (de hecho el caso que relata es increíblemente parecido al que llevó a Truman Capote a escribir A sangre fría) , con un prólogo, cinco capítulos y un epílogo. Describe, en su enmarañada complejidad, el caso de un triple homicidio ocurrido en Texas en el 2001 por el que Jason Burkett fue condenado a cadena perpetua y James Perry a la muerte por inyección letal. Herzog muestra sus cartas desde el principio: él está en desacuerdo con la pena de muerte, y su película intenta ser un alegato contra este anacronismo legal tan arraigado en los Estados Unidos, pero no por eso va a sentir simpatía por los supuestos asesinos ni tomará los atajos de un Moore. Por eso elige empezar por el crimen, reconstruyéndolo con minuciosidad, mostrando el horror y el absurdo de los asesinatos: un par de chicos que querían robar un auto, un Camaro rojo, para salir a dar unas vueltas y alardear con sus amigos. Como las cosas se complicaron, mataron a las tres personas que se pusieron en el camino. Herzog utiliza los videos de la policía, entrevista a los investigadores, a los condenados y a la familia de las víctimas, y el capitalismo queda desnudo en su estúpida violencia: de la propiedad privada a la eliminación física puede haber solo un paso.

Pero no todo es tan sencillo y es a través de los atractivos personajes que suele conseguir para sus testimonios que Herzog ilumina el negro lomo de la bestia, que en este caso es el pueblo de Conroe, donde casi todos tienen algún familiar asesinado o en la cárcel. En la película aparece una mujer que perdió a su madre y a su hermano en la matanza y que terminó desconectando su teléfono porque cada vez que sonaba una voz le comunicaba que alguien más había muerto. Hay un padre que cumple una condena de cuarenta años y que tiene a sus dos hijos presos en el penal que queda del otro lado de la calle. Está el testimonio del ex encargado de las ejecuciones, un tipo que supervisó la muerte de 125 personas (a un ritmo de dos por semana durante la década del 90) y que de un día para otro empezó a ver fantasmas y renunció. Hay una mujer que se enamoró de uno de los condenados por el homicidio, y que de alguna manera pudo contrabandear el semen de su marido preso para inseminarse artificialmente. Hay un plano de la hoja con la sentencia de muerte de Perry, con el detalle que muestra el horario en que lo sacaron de la celda, lo inyectaron, dijo sus últimas palabras y murió: todo el proceso duró apenas diecisiete minutos.

Herzog se desvía de la historia central, se enamora de los relatos accesorios, deja siempre la cámara un segundo de más para captar las verdaderas reacciones de sus entrevistados, y hasta cuando editorializa de más es tan honesto que no influye en las conclusiones del espectador. Es difícil que haya dos personas que vean juntas Into the Abyss y lleguen a la misma idea. ¿Cuánto influye la facilidad con que se accede a las armas de fuego en la violencia intrínseca de la sociedad americana? ¿Cambia algo en los familiares de las víctimas el ver cómo muere en una camilla la persona que asesinó a sus seres queridos? ¿No es acaso la obligación de volver una y otra vez a estas preguntas lo que todo gran documentalista debería tener en mente a la hora de hacer sus películas?.

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