Pure Crime

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Somos más aristótelicos de lo que nos gustaría reconocer. Creemos que las cosas suceden por alguna razón. Por eso, nos preguntamos por las causas de las cosas que pasan. Y, cuando no damos con una, aunque sea remota o vaga, la desazón nos inquieta. Hace dos semanas, volvió a suceder.

Pasaba de medianoche, en un cine de Aurora, en Colorado. Apareció un tipo con casco, máscara de gas, chaleco antibalas y con una arma de asalto, un rifle y dos pistolas. Se proyectaba la última entrega de Batman. Indiferente y frío, abrió dos botes de gas, disparó varias ráfagas al techo y, después, se fue paseando por la sala, desde la pantalla hasta la última fila. Uno a uno, disparó a setenta y un espectadores. El resultado: doce muertos y casi sesenta heridos. Era James Holmes, de veinticuatro años, estudiante de doctorado en el departamento de Neurociencia de la Universidad de Denver. No tenía antecedentes penales. Sólo una multa de tráfico. Todavía hoy, dos semanas después, incluso a distancia, es difícil asimilarlo. Y, por otra parte, inquieta pensar que noticias como esta acaban pasando de forma vertiginosa por nuestras pantallas casi sin dejar rastro, borradas rápidamente por el flujo de los acontecimientos. Sin embargo, la inquietud permanece. Y es aterradora.

En seguida, tal vez por su proximidad, se recurrió al recuerdo de otra barbaridad aparentemente similar: el crimen de Anders Breivik, responsable de la matanza de Noruega, que acabó con la vida de casi un centenar de jóvenes asistentes al campamento veraniego del Partido Laborista. Sin embargo, más allá de las dimensiones del asesinato masivo, las diferencias son abismales. Breivik era ultraderechista, antiislamista y antimarxista, hasta el extremo de que su defensa sostiene que “la violencia no fue el factor desencadenante de sus acciones, sino su ideología política radical”. Mientras disparaba, gruñó al menos dos veces: “Vais a morir hoy, marxistas”. Y reconoció, más tarde, que responsabilizaba a los jóvenes laboristas de promover el multiculturalismo y de facilitar lo que consideraba la islamización de su país.

El caso de Breivik, como el de tantos otros, fue un asesinato por motivos ideológicos, cosa que, si no comprender, permite ubicar más fácilmente las raíces del odio. Los ejemplos de crímenes como el suyo son interminables, independientemente de la magnitud de las personas asesinadas. Y conocer la razón, en estos casos, aunque no suaviza el dolor ni minimiza la dimensión del asesinato, por supuesto, sí que permite reconocer lo que Bergman denominó “el huevo de la serpiente”, la semilla del odio y los mecanismos de la violencia destructiva. Caso emblemático y terrible de este asesinato injustificable es el de Daniel Pearl, que Bernard-Henry Lévy investigó durante más de un año y sobre el que publicó su libro, estremecedor, ¿Quién mató a Daniel Pearl? (Tusquets).

Sin embargo, el asesinato de Colorado es diferente. Es, podríamos decir, un crimen puro, sin motivaciones ideológicas ni políticas, personales ni colectivas. Es un puro crimen porque abandona la muerte en el territorio de la gratuidad, de lo injustificado, de la aberración filosófica por excelencia: el dominio del porque sí. Hay que acercarse a este centro abismal del horror para ser capaces de pensar algo con sentido, incluso donde puede parecer que no lo hay. Identificar este crimen con otros masivos de naturaleza y mecanismos diferentes sólo puede tranquilizar nuestra conciencia ante la inquietud de lo que, por su desmesura, nos horroriza, poniendo al pensamiento frente a sus límites.

La filosofía ha intentado, sin demasiada fortuna, pensar lo que parece impensable en actos, como éste, que desafían a la razón. Kant lo intentó, denominando a eso, en su momento, como mal radical. Fue una noción que, a partir de entonces, permitió comprender su carácter absoluto, pero también, en cierto modo, irracional: lo peor, sin embargo, quedaba por pensar. Hannah Arendt, a propósito del juicio en Israel a Adolf Eichmann, abandonó la noción del mal radical por la del mal banal. Lo que ella creyó adivinar en el jerarca nazi fue la ausencia de pensamiento y, además, la incapacidad para discernir entre lo bueno y lo malo y para, de acuerdo con ello, elaborar juicios morales. Eichmann, así, según ella, sería un idiota moral, privado de raciocinio ético y de la capacidad de adecuar su acción al resultado de su discernimiento moral.

Esta explicación, sin embargo, a mi juicio, aparece hoy insuficiente. La incapacidad de establecer distinciones en términos morales no implica, por sí sola, la pulsión criminal y asesina. No da razón de la sinrazón. Porque, ante la ausencia de motivaciones ideológicas o personales, hay algo insoportablemente inquietante en el crimen puro, en el acto de matar por matar, de matar porque sí. Y ello, tal vez, tenga que ver con el desprecio por la singularidad del otro.

La propia Hannah Arendt, en una carta inolvidable a su maestro Karl Jaspers fechada el 4 de marzo de 1951, creo que fue más lejos de estas nociones: “Qué sea realmente hoy el mal en su dimensión radical, no lo sé, pero me parece que, en cierto modo, tiene que ver con el siguiente fenómeno: la reducción de los humanos en cuanto humanos a seres absolutamente superfluos”. Esa es una intuición fulgurante, estremecedora. Y adivinó, pienso, la clave de ese odio criminal. La pulsión gratuita de Caín: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”. Lo que equivale a pensar la raíz podrida del crimen: a mí, ¿qué me importa el otro?

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