Julian Assange, fundador de Wikileaks, refugiado en la embajada ecuatoriana en Londres por la persecución judicial emprendida en su contra, envió ayer desde esa sede diplomática un mensaje al presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en el que le pidió que “renuncie a la cacería de brujas contra Wikileaks” y que cese la persecución contra sus integrantes e informantes, particularmente contra el soldado Bradley Manning, acusado de haber entregado al portal de las filtraciones centenares de miles de documentos que ponen en evidencia los crímenes de lesa humanidad cometidos por Washington en Afganistán e Irak y testimonian el constante injerencismo de las representaciones diplomáticas de Washington en los países anfitriones.
La expresión “cacería de brujas”, así como los hechos a los que hace referencia, remiten indefectiblemente a la época negra en que el senador republicano Joseph McCarthy encabezó la tristemente célebre Comisión de Actividades Antiestadunidenses y emprendió, con el pretexto de combatir el comunismo, una cruzada hacia quienes profesaran esa ideología, pero también contra socialistas, liberales, demócratas, librepensadores o cualquier persona que osara formular cuestionamientos sobre el régimen político, el sistema económico o la política internacional de Estados Unidos.
Al igual que ocurre ahora, la seguridad nacional fue usada de pretexto para el ejercicio autoritario y discrecional del poder y para perseguir expresiones de libertad y transparencia. El macartismo generó un clima de terror en la política, la academia, el periodismo, la literatura, el cine y el teatro y un estancamiento generalizado; incluso, una regresión en el desarrollo político de la sociedad estadunidense.
El encono del actual gobierno de la superpotencia contra los informadores que han tenido el valor de hacer públicos los entretelones siniestros del poder público––empezando por Manning, Wikileaks y el propio Assange– resulta hoy más grotesco que hace cinco o seis décadas, si se considera que en la actualidad Washington no tiene un enemigo global como pudo ser la Unión Soviética. Las revelaciones que ha hecho la organización fundada por Assange no son una amenaza a la seguridad de Estados Unidos, sino en todo caso, a las prácticas oscuras, corruptas e ilegales que ocurren de manera regular en las instituciones públicas de ese y de otros países. En forma paralela, el trabajo del informador australiano y de sus compañeros e informantes constituye un impulso para la democratización efectiva de las sociedades y de sus gobiernos.
Esa misma disyuntiva se expresa ahora por medio de la crisis diplomática desatada a raíz de la decisión de Assange de buscar refugio en la embajada de Ecuador en Londres y de la determinación del gobierno de Quito de concederle asilo. En torno a ella se fragua también una importante fractura internacional: mientras Washington, Londres y Estocolmo se empecinan en impedir la salida del periodista australiano con rumbo a Ecuador, el sábado la Alianza Bolivariana para los pueblos de América (ALBA), integrada por Nicaragua, Cuba, Venezuela, Ecuador y Bolivia, expresó su respaldo a la decisión de Rafael Correa, y otro tanto hizo ayer la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), entidad que agrupa a todos los países de Sudamérica y a varios del Caribe, al expresar su respaldo a la vigencia del derecho de asilo y a la inviolabilidad de los recintos diplomáticos en general, y el de Ecuador en Londres en particular.
Cabe preguntarse hasta qué punto llevará la troika compuesta por Estados Unidos, Gran Bretaña y Suecia el afán de venganza contra Wikileaks y su determinación de dar un escarmiento, en la persona del fundador de esa organización, a quien se atreva a exhibir las miserias del poder público. Por lo pronto, ese afán parece una indeseable y vergonzosa resurrección del macartismo en pleno siglo XXI.
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