Mitt Romney es ya el candidato oficial del Partido Republicano en las elecciones presidenciales norteamericanas del 6 de noviembre. El jueves clausuró este cónclave conservador con un esperado discurso de aceptación. Decimos esperado porque se jugaba mucho en él. Debía aprovechar la ocasión única que supone dirigirse a una masiva audiencia televisiva para mejorar su perfil. Es decir, para atenuar su imagen de hombre frío y hermético, para levantar el ánimo de un país deprimido por la crisis, y para exhibir los talentos políticos requeridos para relanzar a su país. En suma, para afianzarse como alternativa al presidente Obama.
El primer objetivo –proyectar una imagen más amable y empática– lo ha perseguido Romney a lo largo de toda la convención, venciendo su pudor. Días atrás, le ayudó su esposa Ann, que se dirigió a los reunidos para garantizarles, basándose en la experiencia personal, que su marido era un hombre de fiar. Y el propio Romney echó el resto en su discurso del jueves, que en buena parte dedicó a desgranar recuerdos familiares, sin ahorrarse recursos melodramáticos. Quienes acusaban a Romney de haber omitido hasta ahora menciones a su vida privada –que es la de un mormón y un exitoso financiero– ya no podrán hacerlo. Aunque también es cierto que no mencionó explícitamente su credo ni rebatió las críticas sobre su carrera profesional.
El segundo objetivo lo persiguió Romney atacando a Obama, presentándolo como una ilusión frustrada y como el responsable de la actual debilidad de la economía estadounidense. “Obama quiso salvar los océanos y el planeta, mi promesa es ayudaros a vosotros y a vuestra familias”, proclamó el candidato. Y logró conectar plenamente con su audiencia, como es natural en un país con alta tasa de paro. Por último, y en lo tocante al tercer objetivo, el candidato Romney se envolvió una vez más en su experiencia empresarial y esbozó un plan para crear doce millones de empleos.
El discurso de Romney ha sido calificado por varios analistas como el mejor de su carrera. Eso puede significar dos cosas: que los anteriores no fueron superiores o que este, pese a su tono genérico, ha bastado para cohesionar a la familia republicana. Esto último sería una buena noticia para Romney. Pero no la última que querría recibir. Porque, durante las diez últimas semanas que faltan para los comicios, debe aún convencer a los votantes indecisos en proporción suficiente para alcanzar la Casa Blanca. Y darle la vuelta a unos sondeos que le siguen siendo adversos. Los debates televisivos pueden ser, en este sentido, una prueba definitiva.
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