Como Josefina, Romney padeció una larga y desgastante precampaña antes de lograr la nominación. Contrario a la lógica democrática —que dice que los procesos internos fortalecen a los candidatos al legitimarlos— tanto la mexicana como el estadunidense lograron ser abanderados dejando múltiples divisiones y rencores en el camino.
Todo comienza con un error interno, “no forzado” como dicen, que establece un cierto ritmo en las campañas. Puede ser un detalle menor, quizá irrelevante en el gran esquema de la campaña electoral. Quizá no cambia nada del fondo de un proceso electoral. Pero, sin embargo, tiene un efecto infeccioso, como un virus que va contaminando al equipo de campaña, a los medios y, por último al electorado.
Esa infección es pegajosa y muy difícil de curar. Se tiene que atacar con dureza y a tiempo, a veces con medidas dramáticas —disculpas sentidas, despidos en el equipo, cambio de estrategia— para impedir que tenga el efecto de los peores virus: asesinar a su huésped.
En este caso, el huésped es la campaña de Mitt Romney. Y lo que está sufriendo es el síndrome Josefina, aquél que llevó a la aspirante panista de un cercano segundo lugar a un lejano tercero en la elección presidencial mexicana.
Como Josefina, Romney padeció una larga y desgastante precampaña antes de lograr la nominación. Contrario a la lógica democrática —que dice que los procesos internos fortalecen a los candidatos al legitimarlos— tanto la mexicana como el estadunidense lograron ser abanderados dejando múltiples divisiones y rencores en el camino. Las internas sirvieron más para debilitarlos que para posicionarlos.
Una vez lograda la nominación, sin embargo, empezó la verdadera pesadilla. Aquel legendario estadio vacío en que Vázquez Mota comenzó su campaña marcó el tono y ritmo de lo que sucedería: Ha partir de ahí, el menor desliz era llevado al extremo, creando la impresión pública de que su equipo no funcionaba, que ella misma era débil y que su esfuerzo era fallido. Nunca logró sacudirse del todo esa imagen, que la arrastró al tercer lugar. Hoy los panistas hacen extrañas cuentas para justificar su derrota, pero la verdad es que la respuesta es bastante sencilla: era una campaña que nunca convenció a nadie –ni a ellos mismos– de que tenía futuro.
Lo mismo empieza a pasar con Romney. Tras el video en que asegura que el 47 por ciento del electorado es “dependiente del gobierno” y que no tiene “por qué preocuparse de ellos”, se está estableciendo la sensación de que es una campaña fracasada. En el esfuerzo persuasivo que son las elecciones, dar la impresión de que se va a perder ES perder. La fantasía de un triunfo posible —algo que, por ejemplo, Andrés Manuel logró hacer en la última campaña— es indispensable para ganar. Nadie quiere votar por un perdedor.
Lo curioso es que no les pasa a todos los políticos. Es muy común que cometan errores, incluso muy vergonzantes, y que sin embargo logren revertir o detener el daño. Enrique Peña Nieto lo logró después de su vergonzante aparición en la Feria del Libro, por ejemplo. Muchos pensarían que esa exhibición de vacuidad intelectual le habría costado mucho, pero no fue así. Quizá se deba a que, de cualquier modo, a los mexicanos les da igual si el presidente no lee: ellos tampoco lo hacen. Quizá sea que el momento fue todavía oportuno: las campañas no habían comenzado. Otros dirán que fue gracias al “blindaje” que medios aliados le dieron al priista. Como sea, lo importante es que los estrategas del PRI no permitieron que ese tema se asentara en la campaña.
Romney está tratando de dar vuelta a la página, pero los demócratas procurarán que se mantenga ese estado de ánimo que ya se venía perfilando. El republicando está atacando duro, quizá demasiado, y está dando la impresión de ser un candidato desesperado, que da patadas de ahogado. Está a sólo tres o cuatro puntos de Obama, pero su campaña naufraga en la sensación de que ya perdió. Sus donantes ciertamente lo piensan, y su recaudación se está colapsando.
Su esperanza radicará en una de dos: o que la campaña de Obama cometa algún error garrafal que trastoque el estado de ánimo o en un desempeño altamente eficaz de sus comunicadores, que logren reposicionarlo como un candidato ganador. Mientras eso no suceda, se tendrá que conformarse en ver cómo el presidente logra la reelección, dejándolo cada vez más atrás.
La gran lección que tanto Josefina como Romney nos dejan es que los errores que más cuestan son los que se pudieron haber evitado. Esos son los que más nos marcan, porque son los que más desnudan nuestra debilidad.
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