Quienes vieron al demócrata Barack Obama desganado y apático en su primer gran debate electoral con el aspirante republicano, Mitt Romney, no se equivocaron en su apreciación. Pero quienes creyeron que Obama ya no era el mismo que, cuatro años atrás, electrizó a las audiencias con su verbo entusiasta se equivocaron de medio a medio. Durante el segundo debate presidencial ante las elecciones estadounidenses del 6 de noviembre, Obama volvió por sus fueros y se impuso a Romney, quien a su vez le había vencido en el primer debate, celebrado en Denver el 3 de octubre.
El método Obama fue, esta vez, distinto. El presidente adoptó desde los primeros compases del debate un tono enérgico, golpeó a Romney donde más le dolía y no perdió ocasión para las réplicas incisivas. No es que Romney estuviera mal: es que Obama estuvo mejor.
El debate, abierto a las preguntas del público, abordó un amplio temario. Pero quizá fue el capítulo económico el de mayor relieve. Además de esbozar sus políticas, Obama no dudó en bajar al plano personal. En especial cuando recordó a Romney que su tipo impositivo era sólo del 14% y atribuyó a su condición de millonario -las inversiones de Romney le reportan unos veinte millones de dólares anuales- su deseo de mantener un bajo tipo impositivo para las rentas del capital. Obama no perdió tampoco la ocasión para recordar a Romney: “Mi plan de pensiones es inferior al suyo”. Y, frente a estos desequilibrios tributarios, expresó su deseo de mantener a la baja los impuestos de la clase media y de los pequeños negocios.
El candidato demócrata buscó el cuerpo a cuerpo con Romney en materias que podían granjearle el apoyo de amplios grupos sociales, como los hispanos o las mujeres. Por ello, cargó contra las restrictivas ideas de Romney sobre inmigración y contra su apoyo a “la autodeportación”. Por ello, se mostró contrario a las desigualdades salariales debidas al sexo. Pero uno de los puntos más calientes del diálogo fue el referido al reciente atentado contra el consulado norteamericano en Bengasi (Libia), en el que murieron el embajador y otros tres funcionarios. Romney atribuyó a Obama una omisión que la moderadora del debate se encargó de desmentir. Y, acto seguido, Obama censuró muy severamente el uso electoral de un asunto como este.
Dispuesto a despejar cualquier incógnita sobre su deseo de permanecer cuatro años más en la Casa Blanca, Obama atacó hasta el final, cuando reprochó a Romney un desafortunado comentario de campaña: su desdén hacia el 47% de los norteamericanos que, en alguna medida, dependen de las ayudas públicas.
Más allá del resultado de la pugna, lo cierto es que los estadounidenses gozaron en la madrugada de ayer del que ya ha sido calificado como uno de los mejores debates de la historia electoral norteamericana. Es decir, una discusión intensa, con posiciones bien definidas, que vino a recordar que no todos los candidatos piensan lo mismo y que la brega política es pertinente.
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