From Caligula to Berlusconi, and Now, Petraeus

 

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Posted on November 25, 2012.

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Los escándalos sexuales siempre existieron, desde el incestuoso Calígula al pervertido Berlusconi y del infiel Clinton al torpe Petraeus. Pero ahora tienen más impacto porque se conocen con facilidad y existe mayor conciencia sobre que las conductas impropias minan la credibilidad de las instituciones.

Por ello fue correcta la renuncia del encumbrado general David Petraeus a la dirección de la CIA, tras una investigación del FBI que descubrió que mantenía una relación extramarital con su biógrafa, Paula Broadwell, una joven militar en retiro. La misma pesquisa reveló toda una trama que ni Hollywood podría igualar, que involucra a Broadwell hostigando por celos con Petraeus a otra mujer, Jill Kelly, que a su vez mantenía comunicaciones “inapropiadas” con el general John Allen, a quien esta semana se relevó como responsable del retiro de 68 mil soldados de Afganistán para 2014.

En este retorcido y tragicómico cuadrilátero amoroso no se habría vulnerado la seguridad nacional, según explicó el presidente Barack Obama el miércoles, pese a que el FBI sigue investigando más de 30 mil páginas de correos entre los generales y las mujeres.

Más allá de si Broadwell tenía información clasificada o acceso privilegiado que hubiera puesto en riesgo la seguridad nacional o de si se aplicará el Código Militar que castiga con degradación y prisión de un año el delito de adulterio, quedó en evidencia que las fuerzas armadas son más eficientes en lidiar con el enemigo en campos de batalla que en asuntos internos. De ahí que el ministro de Defensa, León Panetta, como ocurrió cuando explotó el escándalo entre miembros del servicio secreto estadounidense y prostitutas en Cartagena, haya solicitado una revisión de la instrucción sobre ética y buen comportamiento que reciben los oficiales.

En algunos países se observa con cierta incredulidad que una relación extramarital pueda derrumbar la carrera de Petraeus, así como la de muchos políticos estadounidenses, considerándose que se trata de hechos de índole privada. Pero esta política de “tolerancia cero” está basada en que se espera que quien elige o acepta el servicio público también asume la responsabilidad de respetar estándares de honestidad e integridad, a sabiendas que la conducta individual difícilmente puede dividirse entre lo público y lo privado.

De ahí el mérito de algunas preguntas: ¿puede un funcionario ser honesto o dar la apariencia de que lo será, si se le descubre robando un reloj de una tienda? ¿O manejando en estado de embriaguez o no pagando sus impuestos? ¿O manteniendo una relación extramarital o acosando sexualmente a otra persona?

Las conductas personales de los funcionarios repercuten en la pérdida de confianza que el público ha depositado en ellos. De ahí que algo impropio, moral o legal, merma la credibilidad de la función, como sucedió con el italiano Silvio Berlusconi o el francés Dominique Strauss-Khan.

En cuanto a Panetta, es correcta la decisión de fomentar una mayor ética entre los altos mandos militares. Pero el riesgo es que el escándalo de Petraeus sepulte vergüenzas aún mayores y todavía irresueltas. El Pentágono estableció que en un año se registraron 3 mil 192 denuncias de abuso sexual en las fuerzas armadas, y que una de cada tres mujeres militares ha sido asaltada sexualmente. Si se considera que las mujeres representan el 14.5% de una fuerza de 1.4 millones, se trata de un problema mucho más grave de resolver que esta trama de infidelidades y probables fisuras en la seguridad nacional.

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