Mirada a través del prisma de su reelección ahora, la elección de Obama en 2008 aparece hoy con aspectos inapreciables hace tan sólo dos días. Y es que lo del día 6 fue el segundo acto de un drama que se empezó a escribir hace cuatro años. Hay, por supuesto, muchos otros aspectos, relacionados con la evolución interna de la sociedad norteamericana, pero en lo tocante a la economía el significado de este nuevo triunfo del presidente afroamericano parece incuestionable.
La quiebra de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, planteó a Estados Unidos y al mundo un dilema todavía no resuelto, y de ahí las dificultades para dejar definitivamente atrás la crisis. De 1991 a 2007, la economía mundial registró tasas de crecimiento sostenido sin precedentes; eran los años, relativamente felices, de la Nueva Economía y la globalización. Hoy existe consenso en que tal crecimiento lo propiciaron: 1) la generalización del comercio internacional con la incorporación masiva de países emergentes, encabezados por China, lo que desembocó en la inauguración de la Organización Mundial del Comercio en 1999; 2) la liberalización de los mercados en sentido amplio, con particular énfasis en la desregulación de los financieros, que permitió movilizar el ahorro a escala planetaria; 3) el desarrollo de un cúmulo de tecnologías de uso civil procedentes del campo militar, progresivamente «desclasificadas» tras el fin de la Guerra Fría, con la eclosión de Internet; y 4) un largo periodo de poder omnímodo ostentado por Estados Unidos, que impuso cierta estabilidad política en el ámbito global. El resultado fue una rara combinación de fuerte crecimiento y baja inflación (pese a la política de dinero barato), en un cuadro de prosperidad sostenida. Algunos de esos factores se debilitaron gradualmente, como ocurrió con el impacto de las nuevas tecnologías a partir del pinchazo de la llamada «burbuja de las punto com», en 2000, y con el poderío estadounidense, desafiado por China en el «incidente de la Isla de Hainan», en abril de 2001, y el atentado terrorista contra las Torres Gemelas y el Pentágono, en septiembre del mismo año. Por el contrario, el comercio internacional y la desregulación de los mercados avanzaron a paso firme, hasta alcanzarse una liberalización casi completa de numerosos productos, mercados y países. La quiebra de Lehman Brothers (precedida de los rescates de Bear Stearns y Freddie Mac y Fannie Mae, en los meses previos) cayó como un jarro de agua fría y planteó problemas cuya falta de solución ha redundado en intensa incertidumbre.
Una parte de la opinión, minoritaria pero muy influyente (permítaseme llamarla «Wall Street») entendió que la clave para salir de la trampa financiera estribaba en continuar con la desregulación, sin vacilaciones, y en poner fin a la política monetaria expansiva, vista como causante de la crisis al haber inducido a los actores económicos a endeudarse por encima de sus posibilidades de devolver la deuda. Otra parte de la opinión («Main Street»: Calle Mayor, o la opinión dominante entre los ciudadanos de a pie) entendía que se trataba de poner fin a la capacidad de los mercados financieros de alterar la vida de la gente corriente. En un primer momento, la balanza se inclinó del lado de Main Street, con cuyo apoyo los políticos esperaban atemperar la preponderancia de la economía, más que evidente en los lustros anteriores. Fue este movimiento inicial, proclive a devolver la primacía a la política, lo que llevó a Obama a la presidencia en aquellos primeros meses de la crisis. El propio Fondo Monetario Internacional recomendó no regatear en estímulos fiscales para sostener la producción y el empleo. Pero la crisis reveló una debilidad inesperada del sector bancario, a escala global, como consecuencia del sobreendeudamiento previo, y la percepción de este problema devolvió credibilidad a Wall Street, que había insistido en él desde el primer momento. Se llegó a un punto de equilibrio hacia el otoño de 2009, cuando la fuerza de Wall Street volvió a sobrepasar a la de Main Street y los gobiernos, tanto en Europa como en EEUU, optaron por poner freno a los estímulos, tanto fiscales como monetarios, y retornaron a los mercados para financiar déficits agrandados por los estímulos anteriores y la caída de la recaudación tributaria. Ahí empezó a enfriarse el entusiasmo por Obama.
Tres años de lenta recuperación de su antigua influencia, por Wall Street, habían llegado a hacer concebir a ese sector de la opinión la esperanza de un cambio radical de las tornas en estas elecciones de 2012. Tal era el papel asignado a Mitt Romney. Pero Romney no sólo era el campeón de Wall Street; también lo era del movimiento antiabortista, de la enseñanza del creacionismo en las escuelas, del freno de hierro a la inmigración y del unilateralismo en relaciones internacionales. En el plano de los principios, no hay ninguna razón por la que los liberales globales (lo que he llamado Wall Street) deban aliarse con los neocon y reaccionarios de todo pelaje; es más, creo que podrían encontrarse numerosas razones para lo contrario. Quiero pensar que es la inclinación de los liberales americanos a mantener posiciones económicas afines a la socialdemocracia europea lo que empuja a Wall Street a buscar amigos en el bando contrario. Pero lo que resulta evidente es que el triunfo de Obama supone una derrota en toda regla del frente formado por Wall Street y sus compañeros de viaje. Una derrota, por lo demás, en la que quien más tiene que perder es Wall Street, toda vez que los compañeros de viaje tendrán ocasión de buscar compensación en el ámbito de la política de los estados de la Unión, cosa que los liberales globales no.
Ahora Obama dispone de cuatro años más para gobernar, sin necesidad de hacerlo para ser reelegido. No se le escapará, a un hombre inteligente como él, que el apoyo de ayer no puede leerse sólo en clave económica pero tendrá que leerse también en clave económica. Han ganado quienes quieren otorgar mayor protección a los débiles para sobrellevar la crisis, y no imponerles mayores sacrificios para generar volúmenes superiores de ahorro. Un difícil problema para Obama, sin duda. Pero mucho mayor para Wall Street, que, dejándose llevar por fundamentalismos doctrinarios, no ha querido buscar arreglos en mitad del camino. Una moral basada exclusivamente en la codicia se demuestra autodestructiva y, con toda probabilidad, tiene los días contados.
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