La noche más oscura, de Kathryn Bigelow, es un ejercicio de cinismo que pretende justificar la tortura a sospechosos de terrorismo. La primera parte del filme, para cuya producción se contó con datos facilitados por la CIA, muestra técnicas tan científicas como el ahogamiento simulado, la privación de sueño, la humillación sexual y hasta el encierro en una maloliente caja-ataúd. El mensaje, no confirmado por la información disponible, es que esos interrogatorios mejorados llevaron a la CIA hasta el correo de Bin Laden que permitió localizarle y eliminarle en una fortaleza urbana de Pakistán, donde, según muestra la película, no se buscaba hacer prisioneros y los heridos eran rematados a sangre fría. La heroína, joven analista de la agencia, no toma parte activa en las torturas, incluso esboza gestos de desagrado con su aspecto más salvaje, pero nunca duda de su pertinencia. Después de todo, debe pensar, estos tipos son, o podrían ser, responsables de la muerte de 3.000 norteamericanos el 11-S.
Al menos hasta 2006 y, en todo caso, antes del relevo en la Casa Blanca, esos métodos se movían entre la ingeniería verbal para no llamar a las cosas por su nombre, la tolerancia y una difusa cobertura legal. Bush, Cheney y compañía no iban a permitir que sus chicos fuesen castigados por cumplir con tanto celo su deber patriótico. Cuando Obama conquistó la presidencia prometiendo hacer tabla rasa de ese pasado siniestro, defraudó muchas expectativas al confirmar esa inmunidad (protegida por la obediencia debida), y no empapelar a sus responsables políticos.
Esperar otra cosa habría sido un absurdo ejercicio de candor. Al menos, liquidó cualquier rastro del programa de cárceles secretas en el extranjero, prohibió los excesos que no llegó a calificar de tortura y prometió el cierre del limbo legal de Guantánamo. Si la reforma sanitaria será el principal legado de Obama, la cárcel de la vergüenza promete ser el símbolo del fracaso de su compromiso moral. Por allí han pasado cerca de 800 musulmanes, allí han muerto 9 de ellos, y allí quedan todavía 166, muchos de ellos ni siquiera ya sospechosos, pero con los que no se sabe que hacer.
Obama culpa a un Congreso que bloquea los intentos de trasladar los prisioneros a Estados Unidos para ser juzgados. Pero esa es una débil justificación para un líder del mundo libre al que se supone una capacidad de liderazgo capaz de imponer su criterio en las disputas con el poder legislativo, como hizo Lincoln y se ilustra en la película que Spielberg acaba de dedicarle. En cualquier caso, lo más probable es que, para su eterno descrédito, Obama deje la Casa Blanca con Guantánamo todavía abierto. Y que, entre tanto, aún sin los excesos de la era de Bush, los reclusos sigan sometidos allí a un trato degradante que bien podría asimilarse a la tortura.
La ambigüedad del presidente se pone estos días de manifiesto con su política de nombramientos. Por una parte, ha propuesto como jefe del Pentágono a Chuck Hagel, un republicano odiado por buena parte de sus compañeros de partido. Atípico sobre todo por sus declaraciones, desde la homofobia contra un candidato gay a una embajada, a la condena de la guerra de Irak (que apoyó inicialmente), la defensa de una retirada rápida de Afganistán y de la vía conciliadora frente a la amenaza nuclear y, sobre todo, sus reticencias frente al lobby judío, aunque siempre votó como senador a favor de las concesiones de ayuda militar a Israel. Hagen pilotará un escenario marcado por los recortes en Defensa y un cambio de estrategia para evitar masivos y costosos despliegues militares y emplear cada vez más los aviones sin piloto, los polémicos drones cuyo control se espera que pase cada vez más de las manos de la CIA a las del Pentágono.
Pero es en la CIA donde Obama ha dado mayores muestras de su ambigüedad moral. John Brennan, su apuesta para dirigirla, fue ya su candidato en 2009, pero le descartó porque había jugado un papel muy relevante cuando la agencia convirtió la tortura en rutina. Incluso llegó a defender su empleo en los interrogatorios porque servía para obtener “información relevante” que “salva vidas”. Esos pecados no parecen ya hoy tan graves para una opinión pública anestesiada. Convertido en principal asesor antiterrorista de Obama (ahí estaba, junto al presidente, en la famosa foto en la que se seguía desde la Casa Blanca la operación contra Bin Laden), se ha cuidado de caer en los mismos errores, ha rechazado abiertamente los abusos contra los detenidos y ha defendido con la fe del converso el cierre de Guantánamo. Su ratificación no corre peligro.
Entre Hagel y Brennan coordinarán el programa de asesinatos selectivos mediante aviones sin piloto. Ni ellos ni Obama objetan a unas armas que ahorran bajas propias a costa de numerosas víctimas colaterales y funden en uno a policía, juez y verdugo, pero no abogado defensor. Y sin respeto a la soberanía de aliados como Pakistán, cuyo espacio aéreo se viola como en la operación para liquidar a Bin Laden recogida en La noche más oscura. Todo un ejemplo del la violación del paradigma moral con el que Obama prometía borrar la vergüenza de los años negros de Bush y que le valió (de forma prematura e injusta) el Premio Nobel de la Paz.
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