En una esperada entrevista, el exciclista estadounidense Lance Armstrong le confesó esta semana a la periodista Oprah Winfrey que para ganar siete veces seguidas el Tour de Francia, la carrera por etapas más exigente del mundo, tuvo que recurrir al dopaje. Con su confesión, Armstrong pasó en relativamente poco tiempo de ser el ídolo más grande del ciclismo mundial a un vulgar villano de esquina. Así es la fama cuando se consigue con trampas. Novak Djokovic, el hoy tenista número uno del mundo, expresó en pocas palabras lo que muchos opinan en estos momentos: es una vergüenza para el deporte.
Las palabras de Djokovic, pese a ir dirigidas exclusivamente a Lance Armstrong como deportista, deberían ampliarse muchísimo más y ponerse en su contexto correcto. Porque todos recordamos hoy las hazañas del exciclista. Un atleta calificado que empezó a pedalear desde 1992, sumergido en el deporte profesional que, paradójicamente, es una de las cosas menos sanas de la condición humana, conviviendo con las mafias que hay por dentro, repitiéndose a diario la meta de “ser el mejor a toda costa”, y finalmente probando sustancias que lo ayudaban a tener un mejor rendimiento.
Con ello, pero también con su propio tesón, no hay por qué negarlo, Armstrong conquistó el Tour de Francia, y Fausto Coppi, Jacques Anquetil, Eddie Merx, Bernard Hinault, todos leyendas de ese deporte, fueron quedando bajo su sombra. La máquina Armstrong se volvió un símbolo mundial, una razón para sentarse a ver el ciclismo, un modelo de superación que venció un cáncer testicular diagnosticado un tiempo atrás. La gloria y el ejemplo estaban concentrados en su figura.
Por eso cae como un balde de agua fría el hecho de que le haya confesado al mundo, después de haberlo negado con tozudez y con rabia, el hecho de que sus gestas deportivas no estuvieron a la altura de lo justo. Claro que es grave que Armstrong se haya metido en el cuerpo un “coctel” de EPO, testosterona y transfusiones para ganarles a sus rivales. Claro que es grave que lo haya negado hasta el punto de la impotencia y la vergüenza histórica. Claro que es grave que le diga a Oprah Winfrey que doparse “era parte del trabajo”. En esto el culpable fue él, y hoy, con razón, califica como héroes a sus competidores.
Pero la otra cara de la moneda, que no hay que soslayar, es que Armstrong es a la vez una víctima. Si bien la decisión fue enteramente suya, no pensar en las condiciones a su alrededor como detonantes casi infalibles resulta absurdo. Las ganas de gloria, de ser el héroe, los laboratorios que trabajan para hacer rendir mejor al deportista, los medios, los fanáticos, las mafias del deporte, las grandes marcas patrocinadoras, el gran negocio que se mueve alrededor del deporte de alta competencia, todo tuvo que ver en esa enceguecedora ruta de la victoria a cualquier precio.
Por eso, pasado el escándalo, es de esperar que, con este caso como ejemplo, el deporte y sus autoridades entren en una profunda reflexión sobre su esencia misma. Lo más interesante y, al mismo tiempo, lo menos destacado de la entrevista del exciclista es tan sencillo que pasa inadvertido: “Yo no inventé esta cultura (…) yo no soy un monstruo”. Y realmente no.
Armstrong es el ejemplo perfecto de cómo el deporte ha llegado a un nivel de competencia y de negocio tal que se ha corrompido por completo. Ben Johnson, Diego Maradona, entre muchos otros, todos genios en su disciplina, han pasado a la historia como “los malos del paseo”. Y no. No son ellos solamente. Ni las cosas cambiarán mandándolos a ellos al infierno, mientras aparece el siguiente ídolo de papel. El deporte debe volver a significar pasión y trabajo duro, como generador de valores positivos para una sociedad. Y, ante todo, humanidad, con tanto espacio para el éxito como para el fracaso. El deporte virtual podemos dejarlo ya en las consolas y sus juegos electrónicos.
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