En el contexto de su primera visita a Israel desde que arribó a la presidencia de Estados Unidos, Barack Obama aseguró que su país está orgulloso de ser el aliado más fuerte y el mayor amigo de Tel Aviv; se dijo convencido de que la alianza entre ambos gobiernos es eterna; ratificó el firme compromiso de Washington con la seguridad del Estado hebreo, y señaló que dicho respaldo es algo que nos hace más fuertes y más prósperos a ambos.
Es inevitable contrastar el tono y el contenido de la alocución del mandatario estadunidense en Israel –y en particular, las expresiones de respaldo y solidaridad hacia el régimen que encabeza Benjamin Netanyahu– con el discurso pronunciado hace casi cuatro años desde El Cairo, Egipto, en el arranque de su primer periodo presidencial, en el que llamó a la reconciliación entre su país y el mundo islámico y enfatizó la intolerable situación que vive la población palestina a consecuencia del asedio israelí, así como la ilegalidad de los robos de tierras perpetrados por el régimen de Tel Aviv.
Tales condenas, sin embargo, en conjunto con los pronunciamientos del mandatario estadunidense en favor de la creación de un Estado palestino, fueron sucumbiendo en el transcurso del primer periodo presidencial de Obama, quien nada hizo para impedir que el gobierno de Netanyahu prosiguiera con la instalación de asentamientos ilegales en los territorios palestinos ocupados, para contener la beligerancia, la barbarie y la unilateralidad con que Tel Aviv se conduce frente a sus vecinos, o para defender el derecho de éstos a constituirse en un Estado soberano.
Ahora, según puede verse, el gobierno estadunidense transita de la incongruencia entre las palabras y los hechos a un acercamiento –sin precedente durante el primer gobierno de Obama– con el gobierno de Israel, y a una aceptación, así sea tácita, de las políticas criminales, violatorias de la legalidad internacional y de los derechos humanos que el Estado hebreo practica contra Gaza y en la Jerusalén oriental, Cisjordania y los Altos del Golán, territorios que, de acuerdo con la legalidad internacional y la realidad histórica, no le pertenecen.
Si fuera verdad, por lo demás, que Estados Unidos quiere abonar a una paz genuina entre Israel y sus vecinos, como afirmó ayer Obama, tendría que esforzarse en crear condiciones mínimas para que ello sea posible, y eso implica, en primer lugar, condenar el terrorismo de Estado que practica Israel y forzar a las autoridades de Tel Aviv a poner un alto a los asesinatos de palestinos, a las políticas de manipulación demográfica en Cisjordania y al cerco devastador sobre la franja de Gaza; demandar la devolución de las tierras arrebatadas a partir de 1948 y que hoy se encuentran en territorio israelí o el pago de las indemnizaciones correspondientes a los expulsados; reconocer a las autoridades palestinas democráticamente electas –sean de la fracción que sean–, y aplicar las medidas de presión política y económica necesarias para someter el colonialismo, el expansionismo y el belicismo del Estado hebreo.
Por el contrario, el guiño lanzado ayer por Obama a Tel Aviv y el hecho de que el mandatario se presente a una gira por Medio Oriente sin una propuesta concreta para resolver el añejo conflicto confirman el abandono de algunas de las directrices más avanzadas de la agenda con que Obama llegó a la presidencia, y hacen obligado preguntarse si éstas no fueron, en realidad, meros actos de simulación y de relaciones públicas.
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