Al tiempo que el matrimonio de parejas del mismo sexo se impone en Estados Unidos, tambalea en el Congreso colombiano la legislación sobre el tema.
¿Por qué el contraste?
Las razones pueden ser resumidas en tres: la ley, el amor y la política. Para transformar cualquier institución social básica, como el matrimonio, es preciso alterar las reglas de juego que la ordenan (la ley), las relaciones de poder entre los grupos afectados (la política) y las percepciones y emociones (de amor, odio, miedo, etc.) que los ciudadanos tienen sobre ella. Aunque cada una de estas mudanzas es significativa por sí sola, se vuelven permanentes sólo cuando vienen juntas.
En Colombia, el movimiento LGBT ha llegado muy lejos en el primer frente, el del derecho. La Corte Constitucional ha dictado fallos históricos que han cambiado la vida de muchas parejas del mismo sexo, en casos litigados por Colombia Diversa, Dejusticia y otras organizaciones. En esto, la situación se parece a la de EE.UU. Varias cortes estatales, como la de California, han avalado el matrimonio gay, y la Corte Suprema probablemente tumbará una odiosa ley de 1996, que definió el matrimonio como una unión entre un hombre y una mujer.
Pero hasta allí llegan las similitudes. Porque en EE.UU. los avances jurídicos han ido de la mano de las victorias políticas. Los derechos que la Corte Suprema está próxima a confirmar han sido el fruto de dos décadas de marchas callejeras, lobby parlamentario y estrategias para organizar a los votantes LGBT. Fue esa movilización la que llevó al reconocimiento del matrimonio de parejas del mismo sexo en Nueva York y otros ocho estados. Por eso Obama salió en defensa del matrimonio igualitario el año pasado, Hillary y Bill Clinton acaban de hacerlo y hasta los congresistas republicanos hacen fila ante las cámaras para anunciar que cambiaron de opinión.
En Colombia, el movimiento LGBT ha sido tan exitoso en los tribunales como modesto en el Congreso y en las urnas. El movimiento y sus aliados no nos hacemos sentir en las calles, en los partidos o en el Congreso con la fuerza que sería precisa para contrarrestar el poderoso lobby de las iglesias y otros sectores conservadores. De ahí que se esté embolatando el fallo de la Corte Constitucional que ordena legislar sobre el matrimonio igualitario a más tardar en junio. Casi ningún congresista se da por enterado, por la sencilla razón de que la indiferencia no les sale políticamente costosa.
Pero, en el fondo, la aceptación del matrimonio igualitario depende de percepciones y emociones: qué se siente al ver a dos hombres entrelazando afectuosamente las manos en la calle, cómo se ve un beso de dos mujeres que se aman. Lo que pasó en EE.UU. muestra que, para cambiar de opinión sobre el tema, no hay nada más eficaz que el afecto: la experiencia de tener un familiar, un amigo o un colega querido que es gay o lesbiana. Cuando el movimiento LGBT logró que salieran del clóset cientos de miles de personas que sufrían en silencio —incluyendo hijos de los políticos que toman las decisiones—, les dio la vuelta a las opiniones. Hoy, los porcentajes de personas a favor y en contra del matrimonio igualitario (58%-36%) son el reverso de lo que eran hace sólo siete años.
El derecho a no ser discriminado puede echar raíces sólo cuando pase de las cortes al Congreso, y de allí a la vida familiar, a las conversaciones entre amigos y las relaciones de trabajo. Después de todo, el matrimonio igualitario no es producto sólo de la ley y la política, sino, sobre todo, del amor.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.